7.2. La lucha ideológica del proceso emancipador

 La lucha ideológica del proceso emancipador

cuatro fases del proceso independentista

El proceso independentista se hizo tan sangriento en algunas provincias  y tan largo  en otras, entre otras cosas por la falta de cohesión interna desde el punto de vista ideológico y político. Además, Hispanoamérica constituía un territorio tan vasto que la comunicación entre sus diferentes rincones dificultaba el camino unificado hacia la independencia. Como se ha visto antes, esa falta de comunciación se debía entre otras cosas al sistema según el cual España había organizado las Indias.

A eso viene que el proceso independentista fue un proceso llevado a cabo por un reducido grupo de privilegiados criollos, por lo que le faltaba la base popular que lo hubiera podido fortalecer desde abajo, salvo tal vez en el caso de México. Todos esos factores contribuyeron al caos que siguió después de 1825, y que resultó en la desintegración de muchos de los territorios emancipados en nuevos estados nacionales y que llevó consigo años de conflictos nacionales, intracontinentales y sociales hasta el triunfo liberal de finales del siglo. Sólo con el orden que produjo el triunfo liberal se pudo crear un ambiente propicio para cierto progreso, pero, desgraciadamente, a expensas de la libertad individual y la solución de los virulentos problemas sociales, lo que a su vez llevó a revoluciones y dictaduras en el siglo XX.

Se pueden vislumbrar cuatro fases del proceso emancipador. La primera fase es la que abarca el período de la ocupación de España por las tropas españolas de 1810-1814. Amparados bajo el pretexto de gobernar las colonias españolas durante la ausencia de Fernando VII, los criollos tomaron el poder en Hispanoamérica. A este período pertenecen las primeras declaraciones de independencia, las de Paraguay y Venezuela en 1811.

La segunda fase corresponde al sexenio absolutista en España después de la restauración borbónica de 1814, o sea la vuelta al trono de Fernando VII (1814-1820). Con este giro absolutista los criollos liberales vieron frustrados sus intentos de emancipación de Hispanoamérica, y España pudo enviar refuerzos militares a América para luchar contra los ejércitos patriotas por no tener ya que luchar contra los franceses en España. Así, el proceso emancipador se detuvo ahogándose en la sangre de los reveses sufridos por los patriotas, y fue entonces cuando Bolívar, por ejemplo, tuvo que retirarse a Jamaica. Los únicos territorios que no quedaron subyugados por los realistas fueron Argentina y Paraguay, pero Chile pudo lograr su libertad ya en 1817 ayudado por las tropas de San Martín.

La tercera fase corresponde al trienio liberal en España de 1820-1823, según Salmoral «la gran época de la independencia» 35 ya que durante esos años logró la mayoría de los restos de los territorios su emancipación o la consolidación de la misma, si es que la habían logrado antes. Tal era el caso de Las Provinvias Unidas de Suramérica (Río de la Plata), Paraguay, Chile y la mayor parte de Colombia además de una pequeña parte de Venezuela. Las colonias hispanoamericanas que se emanciparon durante este período fueron México, las Provincias Unidas de Centroamérica, la mayor parte de Venezuela, Panamá, y Quito (Ecuador). Los únicos territorios que todavía no habían logrado su independencia eran, pues, Perú, el Alto Perú (Bolivia) y Uruguay. Las colonias españolas caribeñas, otra vez nos permitimos recordarlo, no se independizaron hasta 1898.

La importancia que tuvo el trienio liberal fue en primer lugar la de haber evitado el envío de un enorme ejército a los países del Río de la Plata para aplastar la resistencia patriota, y efectivamente, fueron esos planes los que desencadenaron los sucesos que llevaron al pronunciamiento de Riego en 1820. Ese pronunciamiento tuvo su raíz cerca de Cádiz, donde estaban reunidas las tropas en espera de su envío a América para luchar contra la emancipación; la llegada de barcos llenos de soldados mutilados contribuyó a los sentimientos de resistencia a tal expedición. Por el pronunciamiento de Riego y el subsiguiente inicio del trienio liberal no se pudo llevar a cabo el proyecto.

Además de haberse evitado el envío de refuerzos militares por el giro liberal en España, el proceso emancipador en Hispanoamérica fue propulsado por la ingenuidad que había en algunos ambientes liberales en España; se pensaba que los liberales hispanoamericanos estaban en contra del absolutismo español, y que una vez establecidos los principios liberales, aceptarían la vinculación a España. Así, la soltura de las riendas por parte de los liberales españoles ayudó a los liberales criollos en el proceso de emancipación o consolidación de las independencias ya alcanzadas.

Sin embargo, el trienio liberal tuvo un doble efecto en Hispanoamérica. Los conservadores que temían por su posición privilegiada frente a la amenaza de los desheredados también contribuyeron a la independencia de Hispanoamérica. En México, por ejemplo, los conservadores habían experimentado una revuelta social que habían logrado aplastar, y por el temor a que los vientos liberales pasaran de España a América, procedieron a la declaración de la independencia de México en 1821. Así, después de 1820, España e Hispanoamérica se fueron en sendas direcciones, permaneciendo no obstante en una relación de interdependencia cultural y lingüística por los más de trescientos años que compartieron.

Al final del trienio liberal tan sólo quedaban unos focos de resistencia realista en Perú, y los avances para derribar esos baluartes constituyen la cuarta fase del proceso emancipador. Este proceso se llevó a cabo desde dos posiciones; la primera desde el sur con San Martín y la segunda desde el norte con Bolívar y Sucre. Después de las victorias iniciales de San Martín, éste se retiró a Europa como consecuencia de la reunión con Bolívar en Guayaquil, y Sucre fue el que puso el clavo en el féretro realista en el Alto Perú en 1824-25.

 

LA INDEPENDENCIA Y LAS CLASES SOCIALES: 
UN ENSAYO DE INTERPRETACIÓN
[ 1 ]

Masae Sugawara Hikichi


En lo referente a la periodificación de la lucha por la independencia, hemos tomado como su inicio el año de 1804 porque consideramos que «la bárbara Ley de Consolidación», que se emitió a finales de ese año, presupone el momento en. que la crisis del sistema colonial español incide en la formación socioeconómica novohispana y lleva a sus habitantes a reflexionar sobre las conveniencias e inconveniencias de seguir vinculados, a un proceso europeo que les es ajeno (deudas estatales crecientes, crisis financieras constantes y emisiones torrenciales de papel moneda que se deprecian), y que se les ha vuelto amenazador y destructivo. Las reflexiones sobre sus diferencias los llevaría a protestar contra la implantación de las medidas reales que les aumentaban desorbitadamente la carga económica que implicaba su dependencia de la monarquía hispánica. Conciencia de sí que los llevó a la acción para sí (conflictos clasistas de por medio y sus diferenciadas alternativas en los medios pero no en su finalidad independentista), a partir de julio de 1808.

Con la aparición de la ya clásica obra de Luis Villoro titulada La Revolución de la Independencia (ensayo de interpretación histórica, publicado en 1953), la obra historiográfica posterior empezó a abandonar la tradicional polémica del conflicto entre criollos y gachupines para pasar a interpretar las contradicciones clasistas y a clasificar el tipo de revolución.[ 2 ]

La renovación y discusión sobre el periodo de la lucha por la independencia fue seguida por un torrente de estudios sobre la formación socioeconómica novohispana del siglo XVIII y su incidencia sobre la lucha por la independencia.[ 3 ] A este resurgimiento del interés por el paso final de una formación socioeconómica -diríamos precapitalista o feudal- a otra diferente que podríamos clasificar como capitalista, debemos una larga serie de interpretaciones enriquecedoras sobre una problemática análoga de nuestro complejo presente: el paso final de la formación socioeconómica capitalista a la embrionaria formación socioeconómica socialista.

El proceso de la independencia -no la lucha por su consecución- se desenvuelve a través de cinco etapas, a saber:

1) las reformas borbónicas (1763-1796); 2) La crisis del sistema colonial español (1796-1808); 3) la revolución burguesa por la independencia (1810-1815); 4) la contrarrevolución triunfante y las dispersas guerrillas independentistas (1815-1820); y 5) la consumación de la independencia, el efímero Imperio de Iturbide y la conformación del estado nacional republicano. Esta interpretación del proceso de la independencia intenta corregir una visión que sitúa el comienzo en julio de 1808 y la culminación en septiembre de 1821 insistiendo en confundir las condiciones externas (mayo de 1808 y enero de 1820 en la metrópoli) y transformarlas en determinaciones históricas de la lucha por la independencia. Con esta confusión se elude el rico y complejo proceso de las determinaciones internas -novohispanas- que llevaron a la conclusión de que debía emprenderse la lucha por la independencia por diversas vías y medios; lo cual retrasa la fecha de consumación pero no elude la constante ratificación y consolidación del objetivo de consumar la independencia.

Como ya hemos anotado, la primera etapa del proceso de la independencia se inicia en 1763 y lo hemos denominado como el de las reformas borbónicas. Proponemos 1763 como origen o inicio de esta etapa porque en esta fecha se firma la Paz de París que pone, por un lado, punto final a la Guerra de Siete Años y que, por otro, da testimonio fehaciente de la debilidad militar de las monarquías borbónicas (en Francia y España) y del cambio en la correlación de fuerzas coloniales en la parte norte del continente americano. Estos fueron los acondicionantes externos que determinaron a la monarquía del despotismo ilustrado de Carlos III a iniciar un ambicioso programa de reformas en las posesiones coloniales de América.

Las reformas borbónicas, en una primera fase (1763-1771), fueron aminoradas ante la resistencia del bloque dominante en el gobierno virreinal. En una segunda fase (1771-1785) se restableció el equilibrio de poderes en el gobierno virreinal y se preparó el equipo de ilustrados que, en la tercera fase (1786-1796), llevaron a cabo la conclusión de las tareas reformistas -básicamente el establecimiento del sistema de intendencias y subdelegaciones además de «libre comercio» en el sistema colonial español- y lograron consatar su fracaso (informe del segundo conde de Revillagigedo).

En la segunda etapa, que iniciamos en 1796 y que hemos denominado como la crisis del sistema colonial español, las condiciones predominantes fueron los conflictos internacionales entre las potencias europeas (Francia e Inglaterra, básicamente) y la subordinación española a la dominación burguesa emanada de la revolución francesa de 1789. Costos financieros que llevaron a la quiebra del antiguo régimen en la península y que de hecho rompieron la vinculación directa entre la monarquía en crisis y sus florecientes posesiones coloniales. En su primera fase (1796-1804), la monarquía echó mano de los recursos metropolitanos, abusó de la emisión de papel moneda (vales reales) y se endeudó externamente (préstamos holandeses). En una segunda fase (1804-1808, amplificó los costos de la crisis hacia sus posesiones coloniales, como ya hemos señalado.[ 4 ]

Antes de entrar a la siguiente etapa, tratemos de ahondar en el significado que tuvieron las dos etapas anteriores en la formación socioeconómica novohispana. La recuperación de la población indígena en el siglo XVIII, aunada a la reorganización de la explotación minera, benefician a los propietarios de las haciendas. La nueva política comercial y el florecimiento de los centros urbanos estimulan la inversión de parte de las utilidades mineras y comerciales en la agricultura comercial y van transformando las estructuras socioeconómicas de la hacienda en las zonas más pobladas y ricas. El notable auge económico del siglo XVIII es fundamentalmente agrícola y por tanto hizo patentes las trabas que impedían la rápida expansión de esa rama de la economía. La Corona legisló a favor del trabajador agrícola y los nuevos funcionarios hispanos (San Miguel, Abad y Queijo, Riaño, Flón y Revillagigedo) señalan la importancia de las hipotecas eclesiásticas sobre las haciendas y los obstáculos que representan las vinculaciones civiles y eclesiásticas.

Si bien es cierto que han sido afectadas determinadas clases -en forma parcial e irregular- de la oligarquía novohispana (antigua burocracia virreinal, monopolio comercial e Iglesia), también es cierto que otras han salido robustecidas de la misma oligarquía (comerciantes no pertenecientes al monopolio, Iglesia terrateniente y financiera, mineros, aristocracia criolla terrateniente y terratenientes aburguesados), ya que habían reunido las condiciones internas necesarias para lograr beneficiarse de la reconstrucción del pacto español impuesto a partir de 1763.

Las clases dominantes novohispanas tenderán a resistirse ante los cambios y a integrarse con dificultad a las nuevas realidades. El monopolio comercial se vio obligado, ante la masiva presencia de un nuevo tipo de comerciantes, a aceptar la formación de los nuevos consulados de Veracruz y Guadalajara y a invertir sus ganancias en la minería y la agricultura comercial. La Iglesia, como terrateniente urbana y rural y como partícipe de los crecientes beneficios de la agricultura (a través del cobro de diezmos, primicias, censos e intereses hipotecarios), aumenta su riqueza y poder, pero su papel de institución feudal lo convierte en blanco de la política reformista que tiende a limitar sus inmensos privilegios y a secularizar la vida social novohispana. Esta política enfrenta la jerarquía eclesiástica renovadora con la tradicional e incide en las conocidas divisiones entre el alto y el bajo clero, entre el secular y el regular. Estas divisiones debilitan la resistencia corporativa ante la acometida reformista y permiten, en la etapa de la crisis y quiebra del antiguo régimen en España, que el Estado Monárquico Español obtenga una mayor participación en las enormes riquezas de la Iglesia.

Estas situaciones y sus acciones provocan la expansión, en el último tercio del sigloXVIII y primeros años del siglo XIX, de la economía novohispana que converge en el desarrollo del mercado interno. Se generan nuevas formas de división del trabajo y surgen nuevas clases sociales. La diferenciación étnica y las corporaciones juegan un papel importante, pero en última instancia subordinado a la lucha de clases. Al hablar de capitalismo en esa época debemos tener en cuenta que éste se encuentra en una etapa inicial de su desarrollo y que por eso la burguesía es una clase incipiente, todavía débil, heterogénea y dividida. En, la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un crecimiento de las manufacturas pero poco sabemos de los dueños de éstas y su papel sociopolítico obviamente es inferior al de los gremios. Tiempo de gran desarrollo y de perfeccionamiento de la explotación colonial. Las clases trabajadoras son más explotadas y las clases dirigentes (criollas) desean todo el poder para ellas; por tanto se hace necesario distinguir entre una revolución de la prosperidad -para el poder- y una revolución de la miseria para el bienestar. Las clases superiores de la sociedad criolla se levantan a la vez contra un sistema político-social y contra un pacto colonial del que se aprovechan los funcionarios y los comerciantes venidos desde la península, cada vez más numerosos y desdeñosos. Son dos clases dirigentes que se miden; y en forma creciente para la oligarquía criolla el hecho de ser patriota significa ser antiespañol. La confrontación social, en su origen, se convierte en nacional.

La contradicción social con el dominio español es el único elemento que une a todas las clases de la naciente conformación nacional; el movimiento revolucionario es anticolonial y, a su vez, en su tercera etapa (1808-1815), es antifeudal. Existen, pues, dos contradicciones fundamentales: 1) la que existe entre el poder colonial y sus representantes locales y la incipiente conformación nacional, y 2) la que se produce entre los dueños de la tierra (laicos y eclesiásticos), del gran comercio y minería, por un lado, y la burguesía antifeudal, la pequeña burguesía y las clases trabajadoras, por el otro. Esta última, antifeudal, tiene múltiples manifestaciones programáticas: el ataque a la diferenciación étnica, la idea de una república parlamentaria y la lucha contra las trabas de carácter precapitalista en el campo, el sistema fiscal y el comercio.

Durante la lucha por la independencia (1808-1842) destacan cuatro corrientes que se disputan el poder y los destinos de la revolución; se trata, en realidad, de cuatro grandes clases: 1) la de la reacción colonialista; 2) la de los conservadores; 3) la de los liberales y 4) la del popular revolucionario. La primera tiene su base social en una alianza con la alta burocracia virreinal y los comerciantes del consulado de la capital; la segunda es la que aspira a la autonomía sin revolución social y está compuesta por los dueños del poder económico que pretenden ejercer todo el poder político. Su base social son los terratenientes, la burguesía minera y comercial (es decir, la aristocracia criolla); desde el principio, los terratenientes imponen su hegemonía. La tercera tiene su base en la pequeña burguesía urbana y en algunos sectores de los más decididos de la burguesía; su actitud política es vacilante entre los conservadores y los revolucionarios. Y la cuarta se basa en una amplia alianza, en la cual el pueblo trabajador juega un papel central, aunque la hegemonía recae en la mediana y pequeña burguesía (jacobinos).

A causa del vacío de poder en la metrópoli (1808) la ruptura del bloque en el poder se hace manifiesta; encabeza las acciones políticas la corriente conservadora independentista. Su alternativa ante la crisis del dominio español (invasión napoleónica, caída de Carlos IV, María Luisa y Manuel Godoy, ascenso y renuncia de Fernando VII, salida de la familia real hacia Bayona, arbitraje de Napoleón y su decisión de nombrar a José Bonaparte para ocupar el trono español, levantamiento popular del 2 de mayo e inicio de una guerra de independencia metropolitana y esbozo de una revolución burguesa), es dirigir el gobierno colonial por medio de un congreso que reúna a las principales autoridades coloniales, instituciones y personalidades novohispanas. Ellos dan inicio («los cien días») a un amplio debate en el seno del bloque dominante; así la aristocracia criolla conservadora se confronta con la reacción colonialista. El rompimiento de la alianza de estos sectores descencadena una aguda lucha en el seno del bloque dominante. En ella tiene mucho que ver la actitud de abierta simpatía que el virrey José de Iturrigaray manifiesta hacia las medidas propuestas por la corriente conservadora autonomista y la creciente confrontación que tenía con la reacción colonialista.

La aristocracia criolla, la corriente conservadora autonomista, no hizo el menor intento de aliarse con las otras corrientes novohispanas independentistas y sí, en cambio, llevó al seno dividido del bloque dominante su propuesta (23 de julio de reunir un congreso o junta de las principales autoridades que deliberara sobre las medidas que se debían adoptar; solución a la que se adhirió el virrey Iturrigaray ante la creciente presión proveniente de los ayuntamientos provinciales en el mismo sentido y la actitud de desconcierto que se manifestaba entre los miembros de la Real Audiencia en torno a la propuesta del Ayuntamiento. Iturrigaray convocó (3 y 5 de agosto) a una junta previa de las autoridades de la capital para el 9 del mismo mes, misma que reunió a ochenta y dos personas y en la que surgió, por voz de Francisco Primo de Verdad, el planteamiento de que la soberanía -por falta de monarca- recaía en el pueblo y que, por tanto, había la imperiosa necesidad de formar un gobierno provisional. La reunión continuó en un ambiente tormentoso en torno a lo que se entendía por soberanía popular y se decidió convocar a otra reunión (7 de septiembre); ésta sólo sirvió para que el rompimiento se volviera definitivo y para que la reacción colonialista apurara la organización del golpe armado contra el virrey, pues éste, aparte del apoyo que daba a las medidas propuestas por el partido conservador independentista, llamó a la capital a los regimientos de Celaya y Nueva Galicia, cuyos oficiales le eran adictos. Los comerciantes, organizados por Gabriel de Yermo, dan el golpe de Estado contra Iturrigaray e imponen a Pedro Garibay, entre la noche y el amanecer del 15 y 16 de septiembre; de inmediato se lanzan a aprehender a los miembros del ayuntamiento de la ciudad y a las personas adictas al depuesto virrey.

La derrota de los connotados voceros del partido conservador independentista frente a la reacción colonialista, contó con el apoyo de los representantes de la junta de Sevilla y, más tarde, con la aprobación de los hechos consumados y correspondientes premios a los participantes por parte de la junta Central Metropolitana. En el fondo estaba también la creciente agitación novohispana creada por estos acontecimientos; mismos que serán los condicionantes para que el partido liberal independentista (pequeña burguesía urbana y los sectores más decididos de la incipiente burguesía) determine encabezar la lucha por el poder. Lucha que se manifiesta en los acontecimientos de 1809 y 1810, las conspiraciones de Valladolid de Michoacán y de Querétaro tenderían a devolver el golpe de Estado a la reacción colonialista, a mantener la necidad de la reunión de un congreso y de la formación de un gobierno provisional; además, he aquí lo importante, ante el manifiesto descontento del partido popular revolucionario recogen algunas de sus demandas más sentidas como necesarias para su neutralización en la lucha.

La hegemonía en el partido liberal independentista corresponde a la pequeña burguesía urbana y su composición abarca a sectores de los terratenientes criollos, a la mediana y pequeña burguesía rural y a sectores de la incipiente burguesía. Denunciada la conspiración de Valladolid e iniciadas las detenciones e investigaciones, surgen sus amplias ramificaciones en el territorio novohispano; mismas que llevan al virrey-arzobispo Lizana y Beaumont a adoptar una política conciliadora; actitud que exaspera al partido de la reacción colonialista y que lo lleva a pedir su inmediata remoción. El partido liberal reorganiza un nuevo centro conspirativo en Querétaro (1810); las juntas son denunciadas y se da inicio a la aprehensión e investigación de los conspiradores; enterado Ignacio Allende de las órdenes de aprehensión en su contra, se dirige a Dolores. Ahí también llega Ignacio Aldama con noticias de los arrestos en Querétaro; Hidalgo, Allende y Aldama junto con otros conspiradores debatieron largamente sobre las posibles alternativas que les planteaba la situación de haber sido descubiertos; Hidalgo puso fin a los debates diciendo: «… Caballeros, somos perdidos, no hay más remedio que ir a matar gachupines… »

Así, uno de los conspiradores del partido liberal decide llamar a la lucha, en apoyo del movimiento independentista, al partido popular revolucionario; la inmediata respuesta de los componentes de este amplio partido, en el cual el pueblo trabajador juega un papel central y la hegemonía recae en la mediana y pequeña burguesías radicales (jacobinos), define el curso del movimiento independentista de 1810 a 1815. Las fuerzas sociales motrices de este partido (pueblo trabajador) y la hegemonía de la pequeña burguesía democrática (sostén social del jacobinismo) lucharán por la independencia y contra la posición dirigente del partido conservador y la posición vacilante del partido liberal en el mismo movimiento de lucha por la independencia. A los límites impuestos por la aristocracia criolla terrateniente («revolución sin revolución», esto es, la emancipación política sin tocar para nada la estructura social de origen colonial), vino la contundente respuesta del partido popular revolucionario: golpear al doble enemigo (externo e interno, españoles y aristocracia criolla terrateniente); imponer una «absoluta igualdad en los asuntos públicos y sociales»; y acometer siquiera la revolución burguesa, tanto en sentido socioeconómico como en su significado de institución política. Solamente bajo estas condiciones podían sobrevivir las conquistas esenciales de la revolución aun después de la restauración de la aristocracia criolla terrateniente (1815-1820). En el conflicto entre nación y propiedad, triunfa ésta última.

Hidalgo y Morelos encabezan una revolución social que deviene en una alternativa democrático-burguesa que provoca una división interna del movimiento independentista y discusiones tácticas entre los dirigentes revolucionarios que quedaban sin resolver en el momento más agudo de la crisis (Hidalgo versus Allende y Morelos versus Rayón), pero fracasan a final de cuentas por la resistencia de los partidos unidos ante la reacción colonialista, el conservador y el dividido liberal. En esta etapa (1810-1815) el fracaso es significativo: la burguesía actúa dividida, puede más su miedo al pueblo armado que sus contradicciones con el sistema feudal colonial. A pesar de que los programas de los tres partidos independentistas contenían demandas burguesas, no hubo uno solo en el cual establecieran claramente su hegemonía. Esta debilidad y fraccionamiento de la burguesía es el origen de muchas de las limitaciones en los resultados de la revolución de independencia.

Unidad y diversidad en los partidos independentistas son los factores que se encuentran inmersos en la dualidad del proceso: a) revolución por la independencia y b) independencia sin revolución. En esta etapa, los intereses de clase predominan sobre la conciencia étnica, la cohesión de las corporaciones se ve sacudida por el impacto de la lucha de clases, la reacción colonialista y la aristocracia conservadora criolla hicieron causa común contra la revolución social, pese a sus profundas desavenencias. La estructura de la transformación revolucionaria novohispana tuvo un trazo progresivo ascendente de los partidos independentistas frente a la multiplicidad de coyunturas externas e internas; a los fracasos de las alternativas del partido conservador y liberal, se debe agregar la forma en que se deriva hacia el llamamiento del partido popular revolucionario. El «Grito de Dolores» dio lugar a un primer planteamiento: lucha de «americanos» contra «españoles», o sea un llamado al levantamiento nacional de todos los partidos independentistas afectados por el dominio colonial empezando por la gran propiedad criolla hasta las masas desposeídas. De ahí que no fuese casualidad ni oportunismo el hecho de que algunos de los representantes de los círculos de la riqueza se hayan sumado al levantamiento.

El llamamiento nacional marginó a una gran parte de los componentes del partido criollo conservador, esto es, se neutralizó en parte. Pero el peso que fue adquiriendo el pueblo trabajador incorporado al llamamiento y el jacobinismo agrario de los campesinos indios determinaron la radicalización en los decretos (abolición de la esclavitud y del pago de tributos y restablecimiento de las propiedades comunales indígenas); éstos afectaron a los terratenientes y a los dueños de minas. La posibilidad de su neutralización se desvaneció pronto, el partido conservador se une a la reacción colonialista y el liberal se divide. El curso de los acontecimientos, determinado por la doble confrontación (nacional y social), metió a Hidalgo en una contradicción de clase insuperable que le imponía compromisos con los propietarios y los trabajadores; nivelarlos superaba sus fuerzas. Pero a pesar de las contradicciones que le eran propias, a medida que la revolución avanzaba, por su boca hablaba no su origen sino las fuerzas sociales que lo habían llevado al teatro de la historia. En ese caso, no era un representante político de las clases medias quien dirigía a las fuerzas populares, sino que éstas se dieron un dirigente que fue cura de pueblo, hijo de una familia de la burguesía del campo.

La precisión del programa revolucionario y la profundización social de la revolución estaba en proporción inversa al desarrollo de las operaciones militares de la guerra; por eso, el caso de Morelos es ejemplar: el ejército revolucionario del Sur se basa sobre todo en trabajadores mulatos de los ingenios y haciendas costeñas. Pero la hegemonía recae en los círculos radicales de la mediana y pequeña burguesía (jacobinos); son ellos los que transforman las masas heterogéneas en un ejército revolucionario. Muchos de ellos son rancheros o incluso hacendados medianos o pequeños como los Bravo, los Galeana, los Ortiz y los Villagrán, así como José Antonio Torres, Trujano, Ayala, Aranda, López, Guerrero, Moreno y Sánchez, para citar sólo algunos. Otros habían sido arrieros y pequeños comerciantes, como el mismo Morelos, Guerrero y Epigmenio González. Lo numeroso del grupo de eclesiásticos de modesta condición demuestra que la Iglesia se encontraba dividida. Estaban también presentes los oficiales de baja graduación y los alumnos del Colegio de Minería, así como uno que otro funcionario menor del gobierno. Esta pléyade de vigorosos representantes de la pequeña burguesía y la intelectualidad jacobina diferencia la revolución de 1810-1815 de una simple guerra campesina. Son ellos quienes recogen las demandas populares y tomando en cuenta los intereses de las clases poseedoras elaboran un programa coherente de alternativa al poder colonial. La ideología del movimiento expresa con claridad sus dos componentes: las aspiraciones campesinas que adoptan formas mesiánicas y religiosas y el liberalismo radical de los revolucionarios pequeño burgueses.

La envergadura del ejército revolucionario y sus éxitos en las operaciones militares conllevan a la claridad programática de esta corriente en México; pero ésta, además, se deriva de la coincidencia de varios factores: a) en la Nueva España no se habían producido grandes rebeliones populares como en el Perú o Colombia, derrotadas antes de la crisis del Imperio Español en 1808. Aquí los dos sucesos coinciden. La rebelión popular se produce cuando ya se ha conformado una estructura de transformación revolucionaria; b) el golpe de estado que la reacción colonialista ejecutó en 1808 para evitar la instauración paulatina y pacífica de la independencia había convencido a los sectores liberales radicales de la necesidad de recurrir a la acción revolucionaria. En ella coincidirían los liberales más decididos y las masas campesinas; y c) la revolución estalló en la región del Bajío, que por su alto desarrollo capitalista constituía un verdadero nudo de todas las contradicciones de la Nueva España y por su ubicación inmediata en todo el país. La teoría y práctica del movimiento lo van definiendo como una corriente cuyo programa incluye la independencia completa, la abolición radical de las discriminaciones étnicas que pesan sobre el pueblo indio, mestizo y mulato y todos los vestigios del despotismo tributario.

Junto a la violencia brutal de los militares, la contrarrevolución española-criolla contaba con otras armas peligrosas: concesiones obligadas por la necesidad y por la satanización del cura rebelde. Mientras Hidalgo tenía que renovar sus decretos según la suerte de la guerra, cuya influencia no podía ser calculada, las autoridades coloniales publicaban sus reglamentos de reforma hasta en idioma náhuatl para asegurarse una influencia bien amplia; podían utilizar, asimismo, las correas de transmisión del aparato gubernamental y eclesiástico en las zonas bajo su dominio. Sobre la Nueva España llovían las excomuniones, los folletos, tratados, piezas teatrales populares, poemas y canciones que hacían aparecer a Hidalgo como si fuese el anticristo en prensa. La prisión y muerte de éste, el ascenso progresivo de José María Morelos como primera figura del movimiento revolucionario provocan la crisis en la dirección de la contrarrevolución: Calleja sustituye a Venegas como virrey. La primacía de lo militar tiende hacia la concentración de todos los poderes en manos de los jefes de las operaciones militares que van definiendo zonas de influencia e intereses locales contrapuestos a la política virreinal. Así, Calleja se confronta con Cruz, amo y señor de la «pacificada» intendencia de Nueva Galicia; asimismo, se ve obligado -después de la derrota de Morelos- a prescindir de los servicios de Iturbide, dueño y señor del Bajío. Además, la lucha por el poder en la metrópoli se refleja en el sistema de dominio colonial; el poder virreinal se debilita, incurre en bruscos cambios de política que nada o poco tienen que ver con la situación local, exhibe las contradicciones que dividen a las clases poseedoras y la cambiante situación en la metrópoli. Calleja, ante la reacción absolutista que encabeza Fernando VII (1814) y la derrota militar de Morelos, inicia una política represiva contra los principales exponentes y componentes del partido liberal; misma que le permite conseguir su traslado hacia la metrópoli. En esta cuarta etapa del movimiento de independencia (1815-1820), la huella de la revolución popular radical no desaparece; se convierte en el caldo de cultivo de una guerrilla permanente; sin embargo, es cada vez más débil para que pueda determinar el contenido social de la Independencia de 1821.

Los terratenientes aseguran su hegemonía en el bloque conservador y van consolidándola en la alianza contrarrevolucionaria frente a la situación contradictoria de la reacción colonialista y la expulsión que ven mermadas las fuerzas del partido liberal. Pero en esta etapa (1815-1820) el fracaso del movimiento de independencia será superado y ello en el momento mismo en que España puede reaccionar en forma militar.

Objetivamente, la maduración del hecho nacional se realiza en la lucha. En efecto, la cohesión entre masas y minorías a menudo no es sino una consecuencia de la represión. Además, la originalidad de esta fase victoriosa es su carácter especialmente militar. Es la campaña que encabeza Iturbide la que en adelante decidirá la suerte del nuevo Estado; son los terratenientes (seculares y eclesiásticos) y su brazo armado los que logran asegurar la continuación de su dominio en el proceso independentista, al margen de las masas y en reacción contra la revolución liberal de 1820 en España. El efímero imperio de Iturbide permite a los restos del partido liberal y del popular revolucionario reorganizarse y establecer una «república representativa popular federal».

Causas, fuerzas motrices y lugar histórico permiten caracterizar las convulsiones de 1810 a 1824 como una revolución de independencia llevada a cabo en forma de guerra de liberación y que en sentido socioeconómico representa una revolución burguesa no acabada y desarrollada sólo en embrión. Se trató de una revolución sin la hegemonía de una burguesía madura: en las condiciones del feudalismo colonial la burguesía no pudo completar el salto necesario para su propia revolución, de clase en sí a clase para sí. [M. Kossok].

[ 1 ] Conferencia impartida por el autor en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, septiembre de 1985.

[ 2 ] De una amplia biografía hemos seleccionado las siguientes obras:

Anna, Timothy E., La caída del gobierno español en la ciudad de México. México, Fondo de Cultura Económica, 1981, 257 p.

Brading, David A., «El clero mexicano y el movimiento de 1810» en Relaciones, 1981, núm. 5 (invierno), pp. 5-23.

Chávez Orozco, Luis, Historia de México (1808-1836). México, Ediciones de Cultura Popular, 192 p. Hasta donde he podido indagar, la primera edición es de 1942.

Di Tella, Torcuato S., «Las clases peligrosas a comienzos del siglo XIX en México» en Desarrollo Económico (Buenos Aires), 1972, 12:48, pp. 761-791.

Flores Caballero, Romeo, La contrarrevolución en la independencia. Los españoles en la vida política, social y económica de México (1804-1838). 2a. edición, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 1973, 174 p.

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[ 3 ] Para una revisión del valor y lugar historiográfico de las obras sobre el proceso anterior a la lucha por la independencia, véase: Peggy K. Korn, «Topics in Mexican Historiography, 1750-1810; the Bourbon Reformas, the Enlightement, and the Background of Revolution» en Investigaciones contemporáneas sobre historia de México. Memorias de la Tercera Reunión de Historiadores mexicanos y Norteamericanos. Oaxtepec, Morelos, 4-7 de noviembrede 1969. Instituto de Historia, Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de México y The University of Texas at Austin, México, 1971, 755 pp. y el artículo de Peggy K. [Korn] Liss, «México en el siglo XVIII. Algunos problemas e interpretaciones cambiantes» en Historia Mexicana (México), 1977, XXVII: 2 (106), pp. 273-315. Recientemente apareció el ensayo de Rodolfo Pastor-Pasquel, 1700-1808. De la autocracia ilustrada a la revolución, pp. 433-576. Vol. 4 de México y su historia. Obra coordinada por Teresa Franco González Salas, México y su historia. 12 v. México, uteha, 1984. Ensayo que es un logrado resumen de los conocimientos sobre este siglo y de la problemática por resolver.

[ 4 ] Para un resumen de las características de la segunda mitad del siglo XVIII, véase: Masae Sugawara, «Los antecedentes coloniales de la deuda pública de México: 1) ESPAÑA: Los Valles Reales, orígenes y desarrollo de 1780 a 1804». Introducción, apéndices, notas y selección por… Boletín del Archivo General de la Nación (México), 1967, segunda serie, VIII: 1-2, pp. 129-401; y, además, La deuda pública de España y la economía novohispana, 1808-1809. Prólogo, bibliografía y selección de documentos por…, Secretaría deEducación Pública – Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1976, 135 pp. Finalmente, » XI. Reformas borbónicas y luchas de clases, 1763-1810″, pp. 315-351. México: un pueblo en la historia. Por…, Enrique Nalda y Enrique Semo, vol. 1, Nueva Imagen-Universidad Autónoma de Puebla, México, 1981, 365 pp. El esbozo de caracterización del proceso de la independencia que presentamos en esta introducción pertenece a un trabajo inédito sobre El proceso de la independencia mexicana.

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Liberales y conservadores en México:
diferencias y similitudes.

JOSEFINA ZORAIDA VÁZQUEZ
El Colegio de México

La historiografia oficial tradicional ha perpetuado una visión simplista de los acontecimientos políticos de México en el siglo XIX como un enfrentamiento constante entre liberales y conservadores desde la iniciación de la lucha independentista. Esta visión en realidad retrotrae las posiciones políticas presentes en la guerra de Reforma a las primeras décadas del XIX. Así, a pesar de estudios como el de Charles Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, de Edmundo O’Gorman, La Supervivencia política aovo-hispana. Reflexiones sobre el monarquismo mexicano, y de Alfonso Noriega, El pensamiento conservador y el conservadurismo mexicano, algunos de los comentaristas insisten en la continuidad del liberalismo mexicano y rechazan el conservadurismo como una especie de desviación del republicanismo consustancial mexicano.

Esta interpretación oficial pasa por alto el amplio abanico de expresiones que presenta el pensamiento político por la compleja serie de sucesos y circunstancias en las que emergió México de la Nueva España. En su ensayo conmemorativo del «triunfo de la República» (1967), O’Gorman desmentía la visión tradicional insistiendo que el viejo virreinato encerraba «el germen del ser de México [pero] incluía no uno, sino dos Méxicos distintos».1 Para él, la lucha emprendida por esas dos potencialidades para afirmarse una sobre la otra, al forzar la constitución «histórica», provocó las asonadas, planes y cartas constitutivas que se sucedieron hasta la imposición definitiva de la república en 1867.

Hale, por su parte, persiguió las fuentes en que abrevó el liberalismo mexicano, lo que le permitió definir la orientación especial que le dieron sus «peculiaridades culturales e institucionales»2 y explicar cómo antes del desastre de la guerra con Estados Unidos (1846-48), los «partidos» que poco después constituirían los liberales y conservadores (entonces definidos como federalistas y centralistas) tuvieran campos de coincidencia.3 Noriega, a su vez, llevó a cabo un serio análisis del pensamiento conservador y de sus fuentes.4 A pesar de esas contribuciones, la interpretación oficial permaneció casi intacta, ya que fue redondeada al triunfo liberal a base de acusaciones partidistas contemporáneas y cuya vigencia ha abonado el desconocimiento de las instituciones coloniales y los eventos que el Imperio español enfrentó durante el siglo XVIII, esenciales para comprender el sincretismo político del siglo XIX mexicano, en el que ilustración y liberalismo se mezclaron con ideas y prácticas tradicionales, como nos ha mostrado Antonio Annino.5

Este trabajo tiene un objetivo limitado: caracterizar el complejo contexto novohispano que acogió las ideas derivadas de las revoluciones atlánticas que, reinterpretadas en ocasiones, iban a influir en el surgimiento de la nueva nación.

Es difícil definir tanto liberalismo como conservadurismo6 por las diversas formas que tomaron;7 aquí lo acotaremos como empeño por transformar la sociedad, afirmar las libertades individuales oponiéndose a los privilegios, secularizar la sociedad y limitar el poder del gobierno mediante la representación política y el constitucionalismo. Estos principios, que empezaron a consolidarse en el siglo XVII con la revolución inglesa, se habrían de imponer a lo largo de los siglos XVIII y XIX, terminando por sustituir a la sociedad orgánica formada por corporaciones, por otra constituida por individuos, y a un Estado que intervenía en todas las actividades humanas y «cuyo principio era el orden», por otro «cuyo principio es la libertad y cuya norma el laissez fi7ire, y de un gobierno y un derecho cuyas bases eran el privilegio y el particularismo, a un gobierno y un derecho cuyas bases son la igualdad y la generalidad».8 La ilustración dieciochesca, con su convicción de que las fuerzas de la historia conducían al progreso, convirtió en modelo al sistema inglés y llevaba implícito el liberalismo. Las revoluciones norteamericana y francesa consolidaron y difundieron la soberanía popular, los derechos del hombre, la igualdad ante la ley, la tolerancia religiosa, la división del gobierno en tres poderes y los derechos políticos. La norteamericana, gracias a que su burguesía había gozado de representación local, no presentó el radicalismo que caracterizó a la francesa, cuyos excesos generarían reacciones y reflexiones sobre las limitaciones del racionalismo y el poder de las fuerzas históricas. La aplicación de los nuevos principios daría lugar a una gran variedad de posiciones, incluyendo la que se ha calificado de conservadora, definida con referencia al radicalismo ilustrado y su inmanentismo y visión de la historia humana como proceso abierto y ascendente, capaz de conquistar el progreso. Edmund Burke ha sido considerado el gran inspirador del conservadurismo, aunque Hale nos recuerda que en realidad también es el doctrinario del liberalismo inglés,9que acepta la secularización de la vida, pero defiende la tradición y sus «libertades históricas» y está comprometido con un sistema de valores trascendentes. Burke influyó en liberales que, como Benjamín Constant, criticaron el radicalismo de la Revolución Francesa.

La intervención napoleónica en la península proporcionó la coyuntura propicia para el quiebre del Imperio español. La crisis no sólo afectó a la propia metrópoli, sino también a los reinos de ultramar, con características semejantes. Las tendencias políticas mexicanas del siglo XIX tuvieron, por supuesto, una amplia gama de matices, lo que dificulta su clasificación. El conservadurismo mexicano a menudo se caracteriza en forma simplista, como defensa de la tradición hispánica y, por tanto, centralista, corporativo, clerical, militarista y monárquico frente a un liberalismo también monolítico, al que sólo se le reconoce la división en radicales y moderados. Esta visión pasa por alto que todas las tendencias se nutrieron en las mismas fuentes, por lo que los «partidos» coincidieron en muchas temáticas, tal y como lo hizo notar Hale.10 El liberalismo mexicano se ha tipificado en diversas formas. Para Jesús Reyes Heroles hay un liberalismo económico-social y otro político-jurídico. En el primero engloba los temas fundamentales de la propiedad y del librecambio y la protección, y en el segundo, las libertades, la vinculación del liberalismo con la democracia, la secularización de la sociedad y la identidad liberalismo-federalismo.11 Moisés González Navarro utiliza como base de su tipología la relación «de las ideas de las facciones políticas con los intereses de las facciones de la clase dominante» y lo divide en individualista y social.12 Por su parte, Alan Knight distingue tres tipos de liberalismo a lo largo del siglo XIX, que responden a cambios sociales, económicos y políticos, que sin sustituirse, acumulan «ideas, programas y grupos liberales». Para Knight, el liberalismo constitucional que pugna por un gobierno representativo, los derechos jurídicos y el federalismo como camino para un equilibrio entre el poder central y el estatal y municipal, surge en la década de 1820 y resurge en la lucha maderista. El institucional aparece después para desmantelar la sociedad colonial mediante la abolición de los fueros, de la propiedad de la Iglesia y de las comunidades. En el último cuarto de siglo floreció su última expresión, el desarrollista, cargado de positivismo.13 Dos ideas de Knight resultan muy importantes: el carácter acumulativo de ideas y programas y la vigencia del liberalismo durante el porfiriato, aunque preferentemente en sus metas económicas.

Hale prefirió aproximarse al liberalismo mexicano a través de los temas que lo acotan (estructura, constitucionalismo, privilegios de las corpo- raciones, utilitarismo, el modelo norteamericano, el indio y el desarrollo económico), y su análisis nos permite comprender muchas de sus contradicciones.

Este ensayo centra su atención en el primer liberalismo, es decir el que precede a la Reforma, antes de que entre en acción la primera generación formada completamente en un México independiente. Este primer liberalismo tuvo como preocupaciones primordiales: la representación y la forma de gobierno, los derechos de los mexicanos y la igualdad ante la ley, la secularización de la sociedad y la desamortización de los bienes del clero. Por lo general se considera que sus enemigos fueron los reaccionarios, centralistas, personificados por los grandes propietarios, la Iglesia y el ejército. Sin embargo, es absurdo retratar a la Iglesia y al ejército como intituciones monolíticas, puesto que las dos corporaciones reflejaron la amplia gama ideológica de la sociedad. Asimismo es necesario darse cuenta de que la institución de los ayuntamientos constitucionales, la declaración de igualdad y la representación y las milicias establecidas por la Constitución de 1812 difundieron ampliamente el liberalismo, en especial, por haber sido aplicadas extensamente como instrumento contrarrevolucionario. Así, las instituciones del constitucionalismo gaditano y las promesas de la lucha insurgente politizaron ampliamente a la población, lo que explica que las medidas reformistas de medio siglo fueran apoyadas por movilizaciones populares.

La herencia novohispana

Se acepta generalmente que las reformas del absolutismo ilustrado causaron el malestar que condujo a la independencia, pero no siempre se toma en cuenta su contribución a los ideales del liberalismo mexicano. Los borbones pretendieron transformar el Imperio en «Nación española», mediante una serie de medidas de carácter individualista «protoliberal», como las ha llamado Horst Pietschmann.14 En ese caso estuvieron las reformas contra privilegios eclesiásticos y gremiales, la liberalización del comercio dentro del Imperio y las destinadas a beneficiar a las clases bajas de la sociedad como la prohibición del comercio de repartimiento y el fomento de la educación. El Conde de Aranda incluso llegó a abogar porque para «toda clase de empleos en América se nombren personas idóneas sin tomar en cuenta para nada su origen racial y social».15

Desde luego, el liberalismo entró a la Nueva España a través del constitucionalismo gaditano que consolidó el programa que se había fijado la ilustración absolutista borbona, pero inspirado en el constitucionalismo francés de 1791. Se puede afirmar que el constitucionalismo gaditano fue la influencia decisiva en el primer liberalismo mexicano, al que se le sobrepusieron el republicanismo y el federalismo norteamericano. Para comprender esta superposición federalista es necesario ponderar la idea generalizada del centralismo del Imperio español. La monarquía española, constituida por reinos superpuestos que conservaban ciertos fueros y privilegios, mantuvo la tradición de que el rey ejerciera su autoridad de acuerdo con las instituciones tradicionales de cada comunidad.16 Esta tradición, reformulada como doctrina por el neoescolaticismo, sería invocada por los americanos al recibir la noticia de las abdicaciones de Bayona en 1808. Por otra parte, otros factores influyeron para que la experiencia guberna- mental de la Nueva España distara de estar centralizada (tanto desde Madrid, como desde México) y favoreciera la formación de intereses locales representados por municipios de las capitales provinciales; desde luego estuvieron las distancias de la metrópoli y de la ciudad de México, combinadas con una orografía que dificultaba las comunicaciones. La Corona institucionalizó a los corregidores como sus representantes en los municipios, mas «al mismo tiempo concedió a las élites locales la consolidación de su poder, al convertir los cargos municipales en propiedad de sus representantes y el derecho de traspasarlos como herencia a sus descendientes».17 Por otra parte, la compleja organización política y la formación de redes comerciales favorecieron el desarrollo de un fuerte regionalismo; las jerarquías administrativas se convirtieron en instancias mediadoras que contemporizaron con los intereses locales de los que obtenían beneficios, neutralizando los mecanismos de control burocrático y generando una alianza entre autoridades locales y virreinales. Según Pietschmann, a todo ello se sumó una abundante legislación, «muchas veces contradictoria y poco clara [que] permitió que alianzas semejantes siempre encontraran alguna justificación legal para oponerse a las órdenes recibidas de la metrópoli». Y los esfuerzos de la Corona para contrarrestar esta «federalización clande- stina» siempre fracasaron.18 A todo esto se sumó que el empeño modernizador del Estado español para racionalizar la administración y hacer más productivos sus reinos reorgani- zara el espacio territorial. El objetivo era centralizar el aparato administrativo desde la metrópoli, pero la nueva división en intendencias (1786), que respondía a la integración de mercados locales,19 fortaleció el regionalismo.

La lucha decidida de la política borbona contra las corporaciones hizo de la Iglesia su blanco favorito; combatió a las órdenes religiosas y favoreció a los seculares, e inició la desamortización de sus bienes para solucionar sus problemas financieros. Estas metas borbonas las iba a mantener el libera- lismo gaditano y las heredaría el liberalismo mexicano.

El constitucionalismo gaditano

En el marco de las ideas ilustradas, el hecho sin precedente de que la dinastía borbona abdicara la corona en favor de Napoleón, el ayuntamiento de la ciudad de México en 1808 -al igual que los de las otras colonias americanas- iba a utilizar argumentos pactistas para establecer un gobierno autónomo en ausencia de un rey legítimo. En la Nueva España fracasó este intento legalista, lo que condujo a la insurrección armada, al tiempo que en la metrópoli se enfrentaba el mismo dilema y, para resolver el problema del gobierno provisional del Imperio mientras la península estaba invadida, se optaba por convocar a Cortes. Por primera vez, los americanos eran covocados a elegir los diputados que los habrían de representar en dicha asamblea. De esa manera, en medio de la insurrección colonial, los americanos, incluyendo a los indígenas, recibieron el derecho a voto y empezaron a participar en política. Las elecciones de diputados y la experiencia en los debates, tanto en las cortes constituyentes como en las ordinarias de 1820-23, sirvieron de invaluable experiencia para los diputados del Nuevo Mundo.

En las Cortes de Cádiz, la mayoría de los diputados eran enemigos del absolutismo y se inclinaban por el goce de libertades y un gobierno representativo a la manera de la constitución francesa de 1791. En su seno, por vez primera, se utilizó la palabra liberal para calificar a los que favorecían esa tendencia, que se enfrentaban a los que ellos llamaron «serviles». La Constitución de 1812, elaborada por las Cortes, reorganizaba el Imperio y consolidaba en gran medida el esquema borbón ilustrado. Se mantuvo la monarquía, pero sin absolutismo, optando por un gobierno constitucional con división de poderes, que para consolidar el Imperio como nación intentaba centralizar la administración desde la península. La Constitución declaró que la soberanía residía en la «nación», constituida por «todos los españoles de ambos hemisferios», que gozarían de igualdad como «ciudada- nos» (la excepción fueron los de sangre africana). No obstante, la nueva ley suprema mantuvo los fueros y la católica como religión única, características que iba a legar al liberalismo mexicano. Sin embargo, el liberalismo gaditano mantuvo el anticlericalismo borbón, al que agregaría un afán por limitar el poder del ejército permanente mediante la institución de milicias populares que controlarían el orden y dependerían de las provincias y los ayuntamien- tos.

El pensamiento gaditano sistematizó las influencias ilustradas y liberales que habían penetrado en el pensamiento novohispano. Entre las múltiples medidas instauradas por la Constitución de Cádiz, dos iban a afectar hondamente al reino de Nueva España: el establecimiento de ayuntamientos para el gobierno de los pueblos «en los que por sí o en su comarca, lleguen a mil almas», elegidos popular y directamente, y el de diputaciones provinciales, formadas por siete diputados que iban a colaborar con el jefe político en la administración de las provincias, cuya elección sería indirecta, al igual que la de los diputados a Cortes. Hay que subrayar que el centralismo de la Constitución de Cádiz sólo concedía representación política en las Cortes, dado que las diputaciones y los ayuntamientos eran instituciones administrativas bajo el control de los jefes políticos, pero que por las circunstancias en que se establecieron, ambas se apropiaron facultades que no les concedía la ley suprema.

La primera etapa de la aplicación de la Constitución de 1812 fue muy breve, pero alcanzó una gran difusión y vigencia dado que el Jefe Político de Nueva España, don Félix María Calleja, la utilizó como un instrumento contra- revolucionario para neutralizar a los insurgentes, legalizando las aspiraciones autonomistas de pueblos y ciudades. Como ha visto claramente Antonio Annino, la aplicación de la Constitución de 1812, «en medio de una sangrienta guerra civil y de la disolución del orden colonial… desencadenó un incontenible y masivo proceso de tranferencia de poderes del Estado a las comunidades locales, en particular a los pueblos, llevando así a su extremo la desintegración del espacio político virreinal».20 Los pueblos, en especial las repúblicas de indios que tenían experiencia electoral y de autogobierno, se apresuraron a utilizar los nuevos ayunta- mientos para mantener o ampliar su autonomía y el control de su territorio. A diferencia de los antiguos ayuntamientos que llegaban a 52, los constitu- cionales llegaron a los mil para 1821. Esto le restó representación a las ciudades, pues los ayuntamientos constitucionales fueron homologados con los antiguos, lo que traspasó el peso político de las ciudades a las comunidades rurales, que de por sí desempeñaron un importante papel en la lucha independentista con su control de las milicias y del cobro de contribuciones.

La Constitución, que reordenaba al Imperio en medio de su crisis, dejó resquicios que las comunidades supieron aprovechar. Por ejemplo, la ley gaditana no fijó a la ciudadanía requisitos de propiedad, ni de fiscalidad, sino que la fundó en la noción de vecindad. Es decir, que la pertenencia a una comunidad era la que permitía votar. Excluía a las castas y a los sirvientes domésticos, pero incorporaba a los indios, el grupo mayoritario de la sociedad. Y puesto que las juntas parroquiales formadas por vecinos gozaban de soberanía sobre sus actos, fueron las que determinaron quiénes eran ciudadanos, lo que permitió que en Nueva España votaran muchas veces castas y negros. El voto parroquial pudieron ejercerlo también los analfabetas, ya que en ese nivel era «cantado»; en las elecciones de partido y de provincia por ser secreto, requería saber escribir. De esa manera, sólo en los ayuntamientos la representación fue popular.

Aunque la difusión de las nuevas prácticas políticas fue muy amplia y permitió a los pueblos actuar como ciudadanos liberales, mantuvieron un imaginario y unos valores tradicionales.21 De ese modo, la Constitución tuvo dos lecturas: la de la élite, que la veía como garantía de gobierno representativo, y la de los pueblos, que la interpretaron como una nueva forma de pactismo entre el Rey y sus súbditos. De la misma manera tradujeron los conceptos modernos introducidos por la Constitución, como soberanía y libertad, a los términos concretos de la constitución histórica.

Hasta muy recientemente se consideraba que el liberalismo había llegado sólo a pequeños grupos elitistas, lo que pasaba por alto la revolución política que había acompañado a la lucha independentista. Mas la lucha permitió que los pueblos probaran su fuerza y el establecimiento de ayuntamientos constitucionales, que las nuevas ideas llegaran a todos los rincones. Las comunidades indígenas, una vez más, utilizaron su capacidad para apropiarse de las instituciones españolas para mantener su identidad y autonomía. La abolición de las repúblicas de indios con la concesión de la igualdad los llevó a utilizar los nuevos ayuntamientos para proteger sus cajas de comunidad y su autogobierno. Llegaron incluso a modificar las provisiones constitucio- nales y aumentaron el número de regidores concedidos por la ley para mantener la tradición de que cada uno de los pueblos de un territorio tuviera un representante.22 Asimismo ampliaron las facultades de los nuevos ayuntamientos para que controlaran la justicia. Además, la Constitución de Cádiz, al influir en la de Apatzingán, reafirmó el principio de representación territorial de los cabildos y de las provincias, lo que facilitó la consolidación de la independencia con el Plan de Iguala, ya que el ejército logró el apoyo decidido de los ayuntamientos.

Independencia y la forma de gobierno del Estado

La tradición ha considerado el móvil del movimiento iturbidista como reaccionario, a pesar de que el Plan de Iguala proponía una monarquía constitucional y el Imperio la estableció. Es más, el Estatuto Provisional consagró los derechos individuales.23 La monarquía constitucional hubiera sido una buena transición para evitar la ruptura con la constitución histórica, es decir, con el «conjunto de valores y de prácticas políticas percibida como legítimo»,24 a las que los movimientos populares habrían de aludir una y otra vez.

La diferencia de concepto de quién representaba la soberanía enfrentó a Iturbide y al Congreso desde un principio; la falta de experiencia política imposibilitó toda negociación e Iturbide terminó por disolver el Congreso, lo que aumentó el malestar de las provincias descontentas por la representación corporativa y desproporcionada en el Congreso y los intentos de centraliza- ción fiscal. El ejército, convertido en el garante del nuevo pacto, aprovechó este agravio y, en el Plan de Casa Mata, exigió la elección de un nuevo congreso, asegurando el apoyo de la diputación de Veracruz25 y, según la práctica iniciada por Iturbide, enviando copia del acuerdo militar a diputaciones y comandancias de todas las provincias, que lo suscribieron.26 El fracaso monárquico puso en peligro la unidad, pues las provincias aprovecharon la coyuntura para declararse estados libres y soberanos,27 lo que complicó el tránsito a la república al producir un forcejeo entre el Congreso restablecido y los nuevos estados «soberanos». Desde la Constitu- ción de Apatzingán, los insurgentes habían optado por la forma republicana de gobierno. El absolutismo había desaparecido con la salida de la burocracia, ejército y clero «serviles», y los borbonistas residentes, monarquistas liberales, quedaron neutralizados por la oposición de las Cortes y de Fernando VII a aceptar la propuesta de Iguala.

De esa forma, el republicanismo de 1823, alimentado por el liberalismo gaditano y el norteamericano, se enfrentó ante la disyuntiva de optar por el federalismo como única posible respuesta al regionalismo para mantener la unidad. El nuevo Congreso Constituyente contó con un buen contingente de diputados a Cortes, donde habían defendido un cierto federalismo como solución a la cuestión americana.28 La experiencia política de los diputados les permitió percatarse de que sólo el federalismo podía salvar la unidad de los territorios novohispanos y se apresuraron a promulgar el Acta Constitutiva que lo consagraba.

Mas los debates no dejaron de presentar problemas. Algunos diputados, como fray Servando Teresa de Mier, objetaron la soberanía que reclamaban los estados e insistirían en que el federalismo desuniría lo unido; otros sostenían la tradición gaditana centralista como necesaria para constituir un gobierno fuerte que pudiera hacer frente a las amenazas externas. De esa forma el centralismo, temporal o permanente, tuvo muchos seguidores, sin que fueran necesariamente conservadores, como ha querido la tradición.

El Congreso Constituyente de 1824, al ser elegido proporcionalmente a la población, aseguró que las provincias del centro y del sur tuvieran mayor representación interesada en un gobierno federal, pero centrista. De todas maneras, la fuerza de las provincias periféricas hizo que éstas aseguraran un pacto casi confederal, con un gobierno nacional débil, dependiente fiscal y militarmente de los estados. A diferencia del federalismo norteamericano, el mexicano era mucho más radical y, como notaría más tarde Alamán, derivaba: «de la constitución española. que en sí misma no era otra cosa que una imitación de la de la Asamblea Constituyente de Francia».29 La constitución de 1824 y las estatales consolidaron al Legislativo como poder supremo, con consecuencias que Alamán analiza agudamente:

«no sólo no distinguió debidamente los poderes, no sólo no estableció un equilibrio conveniente entre ellos sino que debilitando excesivamente el ejecutivo, trasladó al legislativo toda la autoridad, creando en lugar del poder absoluto del monarca, un poder tan absoluto como aquél, y enteramente arbitrario».30

En la carta de 1824, los derechos individuales se incluyeron en forma dispersa, pero algunas constituciones estatales especificaron los de igualdad ante la ley (restringida por los fueros del ejército y la iglesia), seguridad, libertad de imprenta y propiedad.

Los constituyentes dejaron a las estatales la legislación municipal. Es interesante observar que la mayoría de las constituciones estatales limitaron la existencia de ayuntamientos a poblados con 2.000, 3.000 o 4.000 habitantes, o sólo las cabeceras de partido, aunque mantuvieron su carácter de representación popular, con funciones electorales, administrativas y judiciales. Los poderes locales resistirían la reducción de funciones que les inflingiría primero el federalismo y luego el centralismo, lo que provocó una tensión casi constante entre pueblos y autoridades estatales.31 Las tensiones entre el gobierno federal y los estados se multiplicaron por el incumplimiento del contingente de numerario y de sangre que debían entregar los estados y por las transgresiones constitucionales ocasionadas por las facciones del Congreso Nacional. De manera que la división entre centralistas y federalistas se convertiría entre escoceses y yorkinos y, a fines de la década de 1820, entre hombres de bien y de progreso.

Para 1830, todos los políticos estaban convencidos de la necesidad de reformar la Constitución. Los escoceses-hombres de bien, en ocasiones centralistas, empezaron a ser calificados como conservadores por sus enemigos. Curiosamente, como ha notado Hale, no se dio una separación tajante. Lucas Alamán, considerado típico conservador, y José María Luis Mora y Lorenzo de Zavala, reconocidos como liberales, coincidían en la necesidad de convertir el voto en censitario -como antídoto a la demagogia-, en la necesidad de fortalecer el gobierno nacional, de secularizar la educación superior y de liberalizar la economía.

La discusión sobre la forma de gobierno se constituyó en la preocupación principal hasta el triunfo de la república federal en 1867, pero la diferencia más profunda en los grupos de opinión la ocasionó el estatus que debía tener la Iglesia y el destino de sus bienes. Al igual que los borbones, los «hombres de progreso» defendían la supremacía del Estado mediante el ejercicio del Real Patronato y pretendían también desamortizar los bienes eclesiásticos y suprimir las órdenes religiosas, relegando el papel de la Iglesia a la esfera espiritual. Mora veía en los bienes del clero la solución a los problemas financieros del Estado y creía que era esencial poner su capital en circulación para inyectar fuerza a la economía y crear la benéfica clase de pequeños propietarios que requería el camino al progreso. En esencia, el camino que Mora señalaba era el que seguiría la ley Lerdo, convirtiendo a los rentistas de la Iglesia en propietarios. En cambio, Zavala proponía rematar los bienes al mejor postor.

Por desgracia, el intento reformista de 1833 fue emprendido impolítica- mente y apoyado en una ley de proscripción de personas a las que se consideraba contrarias a las medidas que afectaban a la Iglesia. La «Ley del Caso», y el destierro de los obispos que protestaron el ejercicio del Real Patronato por el gobierno, generó pronunciamientos de los pueblos contra esos «excesos» anticonstitucionales32 y empezó a crear la brecha que separaba a los «partidos». En ese contexto, el desafio a la ley dictada por el Congreso en 1835 para limitar la milicia cívica, por los estados de Zacatecas y Coahuila y Texas, sumado a la amenaza tangible de independencia en la provincia texana, generó el temor de que el territorio nacional se desintegrara. Los centralistas aprovecharon la ocasión para promover el cambio de sistema gubernamental y lograron un acuerdo con los federalistas moderados, con el argumento de que la fórmula era más afín a la tradición mexicana y fortalecería al gobierno nacional con la administración de todos los recursos financieros del país.

Así las Siete Leyes (1836) establecieron la república central, pero dentro de un esquema liberal que mantuvo la separación de poderes, representación ciudadana, definió los «derechos del mexicano» e insistió en la necesidad de abolir el tribunal militar para igualar la ley, precepto que se suspendería ante el chantaje del ejército de debilitarlo en medio de la guerra con Texas. La intolerancia religiosa se mantuvo de acuerdo con la tradición católica borbona y gaditana, y ante la convicción de que la única liga real que unía a los mexicanos era la religión. Herrera y Lasso, al cotejar las constituciones centralistas con la de 1824, concluye que «el constitucionalismo centralista está vaciado en el molde federal remodelado a su vez …por las aportaciones del régimen proscrito».33 Sin duda, el centralismo trató de revertir el poder de los pueblos y la «soberanía» de los estados, convertidos en departamentos. Además de aprobar el voto censitario, se redujo la existencia de ayuntamientos a aquéllos que existían en 1808, a los puertos con 4.000 almas y a los pueblos con 8 .000,34 y se les puso bajo el control de los prefectos y subprefectos, lo que había de atizar numerosos levantamientos.

Los constitucionalistas del 36, al empeñarse en contrarrestar los problemas provocados por el federalismo, crearon un exceso de checks and balances, entre ellos un cuarto poder, el supremo poder conservador, encargado de vigilar a los otros tres y de determinar la «voluntad nacional». El ejecutivo quedó paralizado ante la fuerza del poder del conservador y del legislativo y el sometimiento a la aprobación del consejo de gobierno.

Como los problemas que enfrentaba el Estado no eran sólo la forma de gobierno, sino la bancarrota, la paralización económica, las amenazas externas y la inestabilidad provocada por los movimientos autonomistas y las aspiraciones militares, el primer centralismo había fracasado para 1840. La brecha que había abierto la intolerancia de 1833 se ahondaría con la inoperancia del nuevo sistema de gobierno. Durante ese año, se buscaban alternativas y, mientras el ejército preparaba la dictadura, el federalista moderado José María Gutiérrez de Estrada proponía la monarquía «con un príncipe europeo». La propuesta no era en manera alguna conservadora, puesto que favorecía una monarquía constitucional. De todas maneras, la proposición causaría un escándalo mayúsculo, en buena parte promovido por el ejército, cuyos planes dictatoriales quedaron al descubierto, lo que no impidió que se pusieran en vigor en octubre de 1841.

La separación de departamentos marginales (Sonora, California y Yucatán) permitió que una nueva alianza de federalistas moderados y centralistas redactara las Bases Orgánicas. La nueva ley suprema era más flexible que las Siete Leyes: eliminó el cuarto poder, concedió mayor representación ciudadana y rebajó los requisitos exigidos para ser congresista, y aumentó los renglones de autonomía departamental.35 A diferencia de las Siete Leyes, las Bases dieron menor importancia a las garantías individuales y, en cambio, aumentaron las atribuciones del ejecutivo, al que se devolvió el control del ejército que tenía bajo el federalismo.

Los federalistas radicales desarrollaron su carrera pública durante la república centralista,36 lo que muestra que no hubo el enfrentamiento constante que hasta tiempos recientes se ha pintado. Mas en vísperas de la guerra con los Estados Unidos, al llegar la república a máxima debilidad, las posiciones se polarizaron. Federalistas y centralistas trataron de capitalizar la situación, acusándose mutuamente de la debilidad de la república. El segundo centralismo fracasó a pesar de las reformas promovidas por los federalistas moderados, que intentaban evitar un cambio radical de gobierno en un momento de peligro externo. En ese contexto se perfilaron dos grupos de tendencias conservadoras: un grupo militarista que acaudillaba Mariano Paredes y Arrillaga y un grupo monarquista, que promovía el ministro español Salvador Bermúdez de Castro en México, bajo un esquema desarrollado en España por el ministro Narváez. Este obtuvo el apoyo de Lucas Alamán, del comerciante español Lorenzo Carrera y del jesuita Basilio Arrillaga. Los conspiradores convencieron a Paredes a sumarse y los dos grupos, fundidos, establecieron la dictadura en 1846, como una transición hacia la monarquía.

Los monarquistas fundaron periódicos para hacer propaganda monar- quista, en especial El Tiempo, donde fueron definiendo su posición. Sin ambajes, defendían la monarquía y mostraban su fobia hacia el republicanismo, al que atribuían las luchas intestinas, la inestabilidad social y política desde 1821, en su empeño por borrar de golpe 300 años de historia. Uno de sus editorialistas, muy posiblemente Alamán, afirmaba que, si bien «sus principios son esencialmente conservadores», no por ello cerraban las puertas al progreso, sino que buscaban «en el tiempo pasado lecciones y experiencias para dirigir el presente», como germen del tiempo por venir.37 Aparentemente sostenían una monarquía representativa,38centralista, con una representación por estamentos, un ejército fuerte que defendiera a la nación y la religión como fundamento de la nacionalidad. Gutiérrez de Estrada, que se mantenía en autoexilio en Europa, buscó entrevistas con Metternich, Luis Felipe, Palmerston y el Papa. Mas la pérdida de las primeras batallas con el ejército de Estados Unidos desarmó a Paredes, quien no tardó en perder el poder.

La situación del país era lastimosa: sin aliados, en bancarrota, sin recursos, dividido políticamente y con un ejército pequeño mal armado y poco profesional. Los radicales, denominados ahora puros, confiaban en que las instituciones democráticas del federalismo permitirían la movilización del pueblo para hacer frente a la invasión y buscaron el contacto con el general Santa Anna para restablecer la Constitución de 1824.

La toma de poder la facilitó el desprestigio del ejército y, en plena guerra, se restauró el sistema federal, pero la restauración de la soberanía de los estados dificultó la organización de la defensa. A esto se sumarían las medidas impolíticas del líder puro, Valentín Gómez Farías, que tanto detestaban los moderados. A fin de obtener fondos para la defensa, Farías aprovechó la ocasión para dar un golpe a la Iglesia con un decreto que autorizaba al gobierno a vender bienes eclesiásticos para reunir 15.000.000 de pesos, lo que ahondó las divisiones en un momento tan crítico.

Los moderados venían promoviendo los derechos individuales y el fortalecimiento del gobierno nacional para establecer un federalismo a la norteamericana39 y, con ese fin, lograron las reformas a la Constitución aprobadas en mayo de 1847. Estas subrayaban las garantías individuales y fortalecieron al ejecutivo con la eliminación de la vicepresidencia y al gobierno federal con los artículos 22 y 23. El primero declaraba que «toda ley de los Estados que ataque a la Constitución o a las leyes generales, será declarada nula por el Congreso» y el 23 concedía potestad a la Suprema Corte para resolver reclamaciones de anticonstitucionalidad de las leyes del Congreso general.40 Según Carmagnani, éstas, dictadas por la «conjugación entre la tendencia liberal y la federal», aseguraron la centralización política en toda la República y el reconocimiento de la esfera política y administrativa propia de los estados,41 posición que consolidarían los constituyentes del 57.

La definición y el choque de los partidos, 1849-1859

La derrota ante los Estados Unidos, la consiguiente pérdida de territorio y los levantamientos indígenas que sucedieron a la guerra sacudieron la conciencia de los mexicanos, lo que contribuyó para que la nueva generación de mexicanos, formados ya en la república independiente, definiera sus principios políticos.

Los moderados mantuvieron el control del gobierno hasta 1852, mas ante la situación deplorable del país, los individuos se agruparon de acuerdo a metas definidas, convirtiéndose en verdaderos partidos. Para ganar las elecciones, los monarquistas y grupos afines fueron los primeros en organizar un partido conservador en 1849. Los unió el respeto a los valores religiosos como base de la sociedad y el pasado como fuente de inspiración para planear el futuro, así como la convicción de la inconveniencia de la igualdad social y una hostilidad manifiesta a Estados Unidos. Sus voceros presentaron diferencias impor- tantes. Don Clemente de Jesús Munguía, quien según María del Refugio González definía «en forma concisa y clara» el pensamiento conservador, utilizó los «principios perfectos e inmutables del derecho divino»,42 mientras los otros dos ideólogos conservadores, con preocupaciones y lecturas más amplias, abrevaron en los escritos ingleses: Juan Rodríguez de San Miguel, inspirado en Francis Bacon, y el promotor del partido, Lucas Alamán, en el defensor de la constitución inglesa, Edmund Burke. Fue éste quien precisó el sentido del nuevo partido:

«nos llamamos conservadores ¿Sabéis por qué? Porque quere- mos primero conservar la débil vida que queda de esta pobre sociedad, a quien habéis herido de muerte; y después de restituirle el vigor y lozanía que puede y debe tener, que vosotros arrebatasteis y que nosotros le devolveremos… somos conservadores porque no queremos que siga adelante el despojo que hicisteis: despojasteis a la patria de su nacionalidad, de sus virtudes, de sus riquezas, de su valor, de su fuerza, de sus esperanzas … el partido conservador no ha promovido ninguna revolución … los hombres del partido conservador han figurado algunas veces en la administración pública, y han ejercido su influencia en los negocios; pero influir no quiere decir dominar».43

Los esfuerzos conciliadores de los liberales moderados no pudieron sortear los innumerables retos que planteaba la situación interna y externa del país y, a principios de 1852, enfrentaron una crisis que desembocaría en un nuevo llamado de todos los partidos al indispensable Santa Anna. Para entonces, los fracasos políticos habían convertido a Alamán en un verdadero reaccionario, ahora opuesto a toda representación. Decidido a manipular al general veracruzano, se adelantó a escribirle una carta en la que le presentaba los principios del programa conservador:

«Es el primero en conservar la religión católica … el único lazo común que liga a todos los mejicanos … también que es menester sostener el culto con esplendor y los bienes eclesiásticos …De- seamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes, aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos… Estamos contra la federación; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que se llama elección popular… Creemos necesaria una nueva división territorial, que confunda enteramente y haga olvidar la actual forma de Estado y facilite la buena administración, siendo éste el medio eficaz para que la federación no retoñe. Pensamos que debe haber una fuerza armada en número competente para las necesidades del país …Estamos persuadidos que nada de esto puede hacer un Congreso y quisiéramos que U. lo hiciese ayudado por consejos, poco numerosos».44

En este nuevo intento, Alamán se inspiraba en el experimento francés de 1852 y, como ministro de Relaciones de la dictadura, pidió documentación al ministro Levasseur,45 a quien confesó don Lucas:

«es en su ilustre soberano en quien se fundan todas nuestras esperanzas futuras. Queremos calcar nuestras instituciones políticas de las de Francia, incluso querríamos poder seguir su ejemplo hasta el fin, estableciendo aquí una monarquía heredita- ria… lo cual es imposible, lo sé; y aunque falte el título de emperador al general Santa Anna, porque no puede adoptarlo, querríamos que tuviera tal autoridad y fuerza. Pero para obtener ese resultado necesitamos las simpatías de Europa en general y el apoyo de Francia en particular … pues padecermos la constante amenaza de invasión de nuestros vecinos del norte».46

Alamán redactó las «Bases para la administración de la República», pero la muerte interrumpió su proyecto el 2 de junio de 1853 y la república tuvo que sufrir una dictadura abusiva que cometió toda clase de excesos: nuevas cargas fiscales, aumento del ejército, venta de la Mesilla y exilio de los principales liberales radicales, quienes al convivir en Nueva Orleans iban a compartir ideas e ideales que pondrían en práctica el triunfo de la revolución de Ayutla.

Para ese momento, federalismo y liberalismo se habían fundido, tal vez porque el centralismo había pasado a ser sinónimo de conservadurismo, aunque el «liberal» Plan de Ayutla de marzo de 1854 no precisaba si las «instituciones republicanas» demandadas serían centralistas o federalistas. Declaraba la necesidad de constituir a la nación «de un modo estable y duradero», para que garantizara las libertades individuales y protegiera la . libertad de comercio.47

El centralismo, los onerosos impuestos para sostener el aumento del ejército y el boato de «Su Alteza Serenísima», y la venta de la Mesilla permitieron una gran movilización organizada por los pueblos y los estados. Aunque gran parte del ejército se mantuvo fiel al santanismo, las guardias nacionales y el apoyo de comerciantes y grupos medios llevaron a los liberales al triunfo en 1855. El fin de la lucha encontró dos partidos más o menos definidos, aunque con variantes.

Los liberales eran republicanos, pero mantenían la división en puros y moderados. Los conservadores eran republicanos o monarquistas, que a su vez eran constitucionalistas o reaccionarios a la Alamán. Los grupos de la Iglesia, fortalecida, aunque mantenían viejos contrastes, ahora se alineaban con el monarquismo al igual que muchos militares de alta graduación.

Los liberales, moderados y puros, deseaban la reforma, pero diferían en la forma de ponerla en práctica y el alcance de la misma; de todas formas, se les impondrían las necesidades de la realidad. Así, fue el moderado Ignacio Comonfort el que iba a decretar las primeras leyes reformistas: la Ley Lerdo, (junio 1856) que adjudicaba en propiedad a los arrendatarios o inquilinos todas las fincas rústicas y urbanas pertenecientes a las corporaciones civiles y eclesiásticas, por el valor correspondiente a cada una, según su renta, calculada como rédito al 6% anual; si no tenían arrendatario, se venderían en subasta; la Juárez (noviembre 1856), que anulaba los fueros del clero y el ejército, y la Ley Iglesias (abril 1857), que prohibía el cobro de obvenciones parroquiales a los pobres y que respondía a los movimientos populares de la década de 1840.

El Congreso Constituyente de 1856 representó una amplia gama de opiniones, con un predomio de «progresistas» y, aunque los puros eran una minoría, llevaron la voz cantante. No obstante, no lograron que se aprobara la tolerancia de cultos, considerada fundamental para promover la colonización. La constitución de 1857 no difería mucho de la de 1824, pero ya no mencionaba la intolerancia religiosa y ampliaba las libertades y garantías de la libertad individual. A pesar de considerarse moderada, no tardó en provocar la reacción conservadora que significaría una guerra civil y, después, la intervención extranjera.

La reacción conservadora radicalizó al bando liberal. El mismo moderado Comonfort, después de someter el levantamiento de Puebla en 1856, intervino los bienes de la Iglesia poblana para que ésta pagara los gastos de la expedición. La promulgación de la Constitución, a pesar de ser conciliadora, no pudo evitar que algunos moderados y el partido conservador decidieran desconocerla, «para promover las instituciones análogas a sus usos y costumbres»,48 dando principio a la sangrienta guerra de Tres Años. Benito Juárez, que abanderó al grupo puro, contó sólo con una parte menor del ejército y las populares guardias nacionales.

La resistencia conservadora sirvió para que Miguel Lerdo de Tejada, el más extremista anticlerical, exigiera la nacionalización de los bienes del clero. Aunque Juárez y Melchor Ocampo favorecían también la separación de la Iglesia y del Estado y la enajenación de los bienes para solucionar el problema hacendario, hacer circular el capital y crear la clase media propietaria indispensable para el desarrollo, consideraban necesario esperar el fin de la lucha, para no atizarla.49 Mas la lucha se alargó y la necesidad de recursos obligó a liberales menos exaltados, como Santos Degollado, a enajenar bienes de la Iglesia. De manera que el propio Juárez terminó por aceptar la promulgación de las Leyes de Reforma, cancelando la vía conciliatoria seguida hasta entonces. Así, entre el 12 de julio y el 6 de agosto de 1859, se promulgaron. Con la primera ley, la Iglesia y el Estado se separaban y se nacionalizaban los bienes del clero secular y regular. Las otras decretaron la desaparición de los monasterios de hombres y de mujeres, a excepción de los de profesas; además, se declaró la libertad de conciencia. Para despejar cualquier duda, el 4 de diciembre de 1860 una ley declaró la libertad de cultos. Otras disposiciones establecieron el registro civil de nacimientos y matrimonios y la secularización de cementerios.

Algo que vale la pena subrayar es que los puros superaban a los constituyentes de 1824 en su admiración de los Estados Unidos y, según parece, los hubo que llegaron a favorecer la anexión o el protectorado. Juárez y Ocampo parecen haber buscado sólo la adopción del sistema político para cambiar la sociedad y la firma del Tratado McLane-Ocampo sólo fue la expresión de la desesperación ante el sitio conservador, que pudieron vencer gracias al apoyo naval norteamericano, clave de la victoria.

Para neutralizar la amenaza de americanización, los conservadores favorecieron la intervención armada francesa, que al final sellaría su ruina. Una de las paradojas sería que Gutiérrez de Estrada elegiría al liberal Maximiliano de Habsburgo para la monarquía mexicana, quien, al ratificar las Leyes de Reforma, iba a consolidar la Reforma liberal.

El triunfo sobre la intervención permitió a Juárez ser conciliador con los monarquistas. El liberalismo se encontró con «un ambiente intelectual nuevo, influido en parte por la introducción de la filosofía positivista», y al perder su carácter de ideología en lucha, se convirtió «en un mito político unificador».50 Triunfantes, los liberales se centraron en el camino al progreso: comunicaciones, colonización, educación e inversiones, es decir, el liberalismo desarrollista que prevalecería hasta el inicio de la Revolución Mexicana.

Mas tanto Juárez y Sebastián Lerdo, como Porfirio Díaz, tendrían que responder al mismo reto que sus antecesores, los liberales federalistas y centralistas a partir de 1830: fortalecer el poder del gobierno nacional, reduciendo la autonomía de los ayuntamientos y de los estados para darle a la República la estabilidad que necesitaba para lograr el anhelado desarrollo. Los dos, como ha visto claramente Carmagnani, se empeñaron en la centralización política en la esfera federal y la descentralización política en los estados para modernizar el Estado mexicano.51

Las ideas liberales que se reinterpretaron una y otra vez en México acompañaron las vicisitudes de la nueva nación en su lucha por la independencia, pasando por la fundación del Estado y su consolidación en 1867, en busca del cambio social que permitiera lograr la vieja meta de lograr la modernización y el progreso material.

NOTAS

  1.  Edmundo O’Gorman, Supervivencia política novo-hispana. Reflexiones sobre el monarquismo mexicano. México, Iberoamericana, 1986, p. 13.
  2. Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853. México, Siglo XXI, 1972,p. 72.
  3. Hale, p. 303.
  4. Alfonso Noriega, El pensamiento conservador y el conservadurismo mexicano. México, UNAM, 1972.
  5. Antonio Annino «Otras naciones: sincretismo político en el México decimonónico». Imaginar la Nación. Munster, Lit, 1994 (Cuadernos de Historia Latinoamericana), pp. 215- 255.
  6. Véase Norberto Bobbio y Nicola Mateucci, Diccionario de política. México, Siglo XXI, 1985, 11, pp. 905-6 y 1, pp. 318-20.
  7. H.J. Laski, El liberalismo europeo. México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 12-16.
  8. José Miranda, «El liberalismo mexicano y el liberalismo europeo». Historia Mexicana, VIII:4 (1959), pp. 512-523.
  9. Hale, El liberalismo, p. 57.

10. Hale, El liberalismo, p. 303.

11. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano. I. Los orígenes. México, UNAM, 1957, tomo 1, p. XVII.

12. Moisés González Navarro, «Tipología del liberalismo mexicano». Historia Mexicana, XXXIL2 (1982), pp. 198-225.

13. Alan Knight, «El liberalismo mexicano desde la Reforma hasta la Revolución (una interpretación)». Historia Mexicana, XXXV:1 (1985), pp. 59-91.

14. Horst Pietschmann, «Protoliberalismo, reformas borbónicas y revolución: la Nueva España en el último tercio del siglo XVIII». Josefina Zoraida Vázquez (ed.), Interpretaciones del siglo XVIII mexicano. El impacto de las reformas borbónicas. México, Nueva Imagen, 1991, pp. 27- 66.

15. «Expresamente propone que también indios y castas sean recompensados con oficios públicos si tienen el talento y el mérito para ser nombrados». Pietschmann, «Protoliber- alismo…», p. 31.

16. Federico Chabot calificó la tradición histórica del Imperio español como una federazione di paesi. Citado por Antonio Annino, «Cádiz y la revolución de los pueblos mexicanos 1812- 1821 «, en A. Annino (ed.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 184.

17. Horst Pietschmann, «Actores locales y poder central: la herencia colonial y el caso de México». Simposio «Nation-Building in Latín America: Conflict between Local Power and National Power in the Nineteenth Century», Leiden 18-19 April, 1995.

18. Ibídem.

19. Ida Altman y James Lockhart, Provinces of Early México. Variants of Spanish American Regional Evolution. Los Angeles, University of California Press, 1976.

20. Antonio Annino, «Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821». A. Annino (ed.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 177-226.

21. Antonio Annino, «El Jano bifronte. Consideraciones sobre el liberalismo mexicano». Memorias de la Academia Mexicana de la Historia. XXXIX (1996), pp. 129-140.

22. Antonio Annino, «Nuevas perspectivas para una vieja pregunta». El primer liberalismo mexicano. México, Miguel Angel Porrúa, p. 61.

23. María del Refugio González, «El pensamiento de los conservadores mexicanos». Jaime E. Rodríguez, The Mexican and Mexican American Experience in the l9th Century. Tempe, Arizona, Bilingual Press, 1989, pp. 55-67.

24. Annino, «Cádiz y la ..,», p. 179.

25. El art. 104 del Plan de Casa Mata decía: «En el interín contesta el supremo gobierno, con presencia de lo acordado por el ejército, la diputación provincial de esta provincia será la que delibere en la parte administrativa si aquella resolución fuese de acuerdo con la opinión». Juan Suárez y Navarro, Historia de México y del general Antonio López de Santa Anna. México, INEHRM, 1987, p. 28.

26. Lucas Alamán, Historia de México. México, Fondo de Cultura Económica, 1985, vol. V, 716- 717.

27. Guadalajara sostuvo la posición más radical y expresó al ministro de Relaciones, que «no había ley, tratado, ni compromiso que obligara depender a las provincias del centro». Zacatecas siguió el mismo camino, pero advirtiendo que la federación podría conciliar el interés «particular de las provincias, con el general de la nación». Jaime Olveda, La política de Jalisco durante la República Federal. Guadalajara, Poderes de Jalisco, 1976, p. 20 y AGN, Gobernación, caja 48, exp. 12, f. 4.

28. Manuel Chust, «La vía autonomista novohispana. Una propuesta federal en las Cortes de Cádiz». Revista de Estudios de Historia Novohispana. XV (1995), pp. 159-187.

29. Lucas Alamán, «Examen Imparcial de la Administración del general vicepresidente D. Anastasio Bustamente. Con observaciones generales sobre el estado presente de la República y consecuencias que este debe producir», en Documentos Diversos (inéditos y muy raros). México, Jus, 1946, tomo III, pp. 246-7.

30. «Examen imparcial..», III, 247.

31. Alicia Hernández, La tradición republicana del buen gobierno. México, Fondo de Cultura Econónica, 1994, pp. 39-40.

32. «La villa de Cuernavaca … manifiesta… que su voluntad está en abierta repugnancia con las leyes y decretos de proscripción de personas: las que se han dictado sobre reformas religiosas… y con todas las demás disposiciones que traspasan los límites prescriptos en la Constitución general y en las particulares de los estados». Acta del Pronunciamiento de Cuernavaca, 25 de mayo, 1834. Josefina Zoraida Vázquez, Planes de la Nación Mexicana. México, Senado de la República, 1987, tomo II, p. 214.

33. Manuel Herrera y Lasso, «Centralismo y federalismo, 1814-1843». Derechos del Pueblo Mexicano. México a través de sus constituciones. México, XLVI Legislatura de la Cámara de Diputados, 1967, vol. I, p. 627.

34. Ley sexta, inciso 22. Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1978. México, Porrúa, 1978, p. 243.

35. De acuerdo a las Siete Leyes, habría 1 diputado por cada 100.000 habitantes; las Bases concedieron 1 diputado por cada 70.000. En el primer caso, se requerían 30 años y una renta de 1.500 pesos para ser diputado, que las Bases rebajaron a 1.200. Las Siete Leyes autorizaban que cada Junta departamental eligiera 2, que debían tener 35 años y una renta de 2.500, mientras las Bases aumentaron el Senado a 63 miembros: 42 electos en representación de diversos grupos sociales por las Asambleas Departamentales y 11 por los tres poderes centrales. Los candidatos debían tener una renta de por lo menos 2.000 pesos. Las Juntas Departamentales estaban formadas por 7 individuos bajo las Siete Leyes. Las Asambleas Departamentales, de acuerdo a las Bases, aumentaron a 11.

36. Brian Hamnett, Juárez. Londres y Nueva York, 1994.

37. El Tiempo, 24 de enero de 1846. Noriega, El pensamiento conservador, II, pp. 352-3.

38. El Tiempo, 7 de febrero de 1846: «Y no crea el Memorial que nos asusta la palabra monarquía representativa. La forma de gobierno que después de largas y sangrientas revueltas, ha prevalecido en Inglaterra, Francia, España, Portugal, Bélgica, Holanda, los Estados más civilizados del mundo; las instituciones que han podido resolver el gran problema de la libertad, unida con el orden, pueden ser defendidos sin que haya motivos de avergonzarse».

39. En México, fue el Congreso Constituyente de 1842 el que señaló que el radicalismo del federalismo de la Constitución de 1824 no respondía al modelo norteamericano, al aclarar que el de entonces no era aquél por el «que lucharon vigorosamente Washington, Adams, Hamilton». Citado en Reyes Heroles, El liberalismo, III, 362.

40. «Si dentro de un mes de publicada una ley del Congreso general, fuera reclamada por inconstitucional, o por el Presidente, de acuerdo con su ministerio, o por diez diputados, o seis senadores, o tres legislaturas, la Suprema Corte, ante la que se hará el reclamo, someterá la ley al examen de las Legislaturas, las que dentro de tres meses, y precisamente en un mismo día, darán su voto». Felipe Tena Ramírez, Leyes Fundamentales, pp. 474-475.

41. Carmagnani, «El Federalismo Liberal Mexicano», pp. 146-7.

42. González, «El pensamiento …», p.64.

43. El Universal, 8 de enero de 1950.

44. García Cantú, op. cit., pp. 341-345.

45. Clark Crook Castán, «Los movimientos monárquicos en México», Tesis doctoral, El Colegio de México, 1975, p. 149.

46. Despacho de Levasseur, 30 de abril, 1853. Lilia Díaz, Versión francesa de México. México, El Colegio de México, 1963, tomo 1, p. 43.

47. Plan de Ayutla, 1 de marzo de 1854. Ernesto de la Torre, Planes de la Nación Mexicana. México, Senado de la República, 1987, vol. V, pp. 228-9.

48. Plan de Tacubaya, 17 de diciembre, 1857. Alvaro Matute (ed.), Antología. México en el siglo XIX. Fuentes e interpretaciones históricas. México, UNAM, 1972, pp. 296-297.

49. Martín Quirarte, El problema religioso en México. México, INAH, 1967, pp. 270-272.

50. Charles Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX. México, Vuelta, 1991, p. 15.

51. Marcello Carmagnani, «El federalismo liberal». Marcello Carmagnani, Tres Federalismos, México, Argentina, Brasil. México, Fondo de Cultura Económica, 1993. p. 175.

¿Liberales contra conservadores? Las facciones políticas en El Salvador del siglo XIX.

El artículo aborda el funcionamiento de las facciones políticas en diferentes momentos del siglo XIX. Su presencia estuvo ligada a la formación de la Tertulias patrióticas, los clubes políticos hasta llegar al Partido Político. Los grupos tradicionalmente conocidos como liberales o conservadores, jugaron un papel importante en el debate y formación del sistema republicano. Sus diversos nombres, liberales moderados, radicales, o conservadores clericales, obedecen a la variedad de posturas en torno al republicanismo. A finales de siglo es notorio el empuje por un liberalismo económico, pero no se logró una verdadera modernización de la política, a la par de un lenguaje moderno persistió la práctica del clientelismo y el personalismo.

Palabras claves :

Facciones, El Salvador, Conservador, Liberal, Siglo XIX, Partidos políticos

Autor(es):

Sajid Alfredo Herrera Mena

Fecha:

Febrero 2008

Texto íntegral:

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I. Introducción

2El régimen representativo salvadoreño durante el siglo XIX (sufragio ciudadano, “partidos”, campañas electorales, etc.) no ha gozado del interés merecido por parte de los investigadores. Antonio Annino ha sostenido que en América Latina ha prevalecido una especie de “leyenda negra” sobre las procesos electorales decimonónicos. El caudillismo, las guerras civiles, los fraudes, etc. han sido algunas de las razones aducidas para explicar el fracaso del sufragio latinoamericano1. No estoy seguro que ese haya sido el caso para explicar la ausencia de estudios en El Salvador. De cualquier forma, una cosa es cierta: tales ausencias invitan a reflexionar y revisar la experiencia de la representación política salvadoreña en el siglo XIX.

3A lo largo de esa centuria las facciones en El Salvador lograron constituirse como agrupaciones menos efímeras pero cuya denominación, “partidos”, distaba mucho de representar a los institutos que ahora conocemos con ese nombre. Asimismo, sus ideologías entraron en un proceso de madurez; no obstante la lucha entre “liberales” y “conservadores” fue, en unos casos, una ficción – creada por las facciones en contienda, los intelectuales masones, los reformadores anticlericales de 1870 a 1880 así como también las publicaciones periódicas – y, en otros, tan solo una faceta de la variedad de posturas ideológicas2. En toda esta dinámica la prensa escrita tuvo un protagonismo indiscutible pues construyó una opinión pública, generó acalorados debates y polémicas así como también colaboró con la movilización de los sufragantes.

4En este ensayo mostraré, haciendo uso en gran medida de las publicaciones periódicas y centrándome en ciertos períodos del siglo XIX, que el calificativo partidario de liberales y conservadores utilizado por algunos estudios de historia política en el siglo XX3 no explica la riqueza, variedad y matices con que las facciones decimonónicas se concibieron a sí mismas. A manera de hipótesis, en lugar de la lucha entre liberales contra conservadores, el siglo XIX experimentó una diversidad “partidaria” – centralistas, federalistas, liberales católicos, liberales anticlericales (católicos, masones), etc.-. Todos ellos coincidieron en la construcción de un régimen republicano, interpretándolo, en términos generales, como la asociación de ciudadanos basada en los principios de soberanía del pueblo, sufragio, división del poder, libertades civiles y políticas, virtudes cívicas, preceptos morales o religiosos. Esta diversidad partidaria tuvo sus orígenes en las posturas republicanas sustentadas desde 1821 por los criollos san salvadoreños frente a los monarquistas.

5Algunos ejemplos ilustrarán la anterior idea sobre las coincidencias en torno al sistema republicano. Haciendo una evaluación de la Constitución federal de 1824 en torno a lo aplicable de sus principios o de lo que se había apropiado de la Constitución estadounidense, Manuel José Arce sostenía hacia 1846: “El principio republicano: el de la soberanía del pueblo: el de la libertad de imprenta: el de la seguridad individual y de la propiedad; y el de la fusión de castas y unidad de origen nacional, son propiamente nuestros4”.

6Luciano Hernández, intelectual del régimen de Francisco Dueñas y de Rafael Zaldívar, afirmaba en 1863 que “el libre sufragio popular, la independencia de los tres poderes y la libertad de imprenta, (…) constituyen la esencia del sistema republicano, popular y representativo5…”. Más incisivo fue un editorial del periódico El Faro salvadoreño hacia 1870 el cual defendía, en contraposición a los sistemas monárquicos, la proclividad del régimen republicano a la defensa de los derechos civiles por su misma naturaleza. En un régimen como ese la sociedad siente más que en cualquier otro el ejercicio de sus derechos: “Este gobierno por su institución representa directamente al pueblo, y la opinión general de éste es su consejero bastante explícito en orden á los bienes sociales de que quiere naturalmente disfrutar. Basta pues que su representante reconozca ese voto general a favor de los verdaderos intereses del país, para que no solamente con el ejercicio de su autoridad, sino también en perfecto acuerdo con la voluntad nacional sea el ejecutor más poderoso de las leyes protectoras de la justicia, de la paz, de la libertad, del trabajo6…”.

7Estudios recientes han señalado lo inadecuado de continuar calificando a los líderes salvadoreños como simplemente “liberales” o “conservadores”. El régimen de Gerardo Barrios, a juicio de Adolfo Bonilla, más que liberal puede denominarse “absolutista” pues buscó la transformación sociopolítica del país a través del culto a su personalidad, la violencia a cualquier precio, utilizando el método del despotismo ilustrado. En cambio, estadistas como Francisco Dueñas, denominado “conservador”, fueron liberales constitucionalistas. Para Bonilla esa fue la división “partidaria” del liberalismo a partir de la década de 1840: absolutistas y constitucionalistas7. En este trabajo no pretendo centrarme en los líderes decimonónicos sino en las propuestas republicanas de las facciones o partidos. Si bien Bonilla ha elaborado una tipología partidaria, este trabajo quiere abordar aspectos no tratados por él como por ejemplo el rol de la religión o la Iglesia; aspecto que se volvió fundamental, sobre todo durante el reformismo liberal anticorporativo entre 1870 a 1880.

8A pesar que en muchas ocasiones pasaron desapercibidas por la narración periodística, las facciones o “partidos” desempeñaron un rol decisivo en los eventos electorales. Como mencioné anteriormente, en el siglo XIX no existieron asociaciones políticas en la acepción contemporánea del término; más bien actuaron organizaciones basadas en diversas clientelas y el personalismo, aunque poco a poco fueron madurando y perfilando con mayor fineza sus posturas ideológicas. De hecho fueron “lugares” para la construcción de las diversas tradiciones políticas8. Según Jorge Luján Muñoz antes de la independencia del Reino de Guatemala las diversas tertulias patrióticas y asociaciones ciudadanas, promovidas por el régimen constitucional español, se constituyeron en el antecedente de los “partidos políticos” de la capital del Reino. Fue así que se organizaron hacia 1820 los denominados, peyorativamente, “cacos” y “bacos”, contando cada uno con su respectivo periódico9.

9Sin embargo, fueron los clubes electorales los que realizaron el trabajo operativo (supervisión del proceso electoral, elección de candidaturas, movilización de los votantes, etc.). Los clubes fueron “asociaciones operativas” al interior de cada partido o facción10. En El Salvador pareciera que los clubes electorales fueron de creación tardía pues no hay noticias de ellos en las primeras décadas del siglo XIX. Tenemos noticias de ellos, por ejemplo, cuando el partido republicano salvadoreño, fundado en mayo de 1886, se preparaba para las elecciones presidenciales de fines de ese año. El partido tuvo la iniciativa de incitar a sus competidores a formar clubes, enviando representantes a la capital “para compactar la opinión respecto de los candidatos” que debían llegar a la más alta magistratura. Sin embargo, manifestaba que su llamado no tuvo eco. Además, al percatarse de la pasividad de la prensa en general por no haber insinuado alguna candidatura, llegó a proponer a dos por su popularidad: a los médicos Nicolás Angulo y Rafael Ayala, para presidente y vicepresidente, respectivamente. El partido les llegó a ofrecer todo su apoyo y llamó a la ciudadanía a votar por ellos para derribar de una vez para siempre a gobiernos de hecho – en clara alusión al régimen del general Francisco Menéndez – y transitar a gobiernos de derecho11.

II. Republicanos, monárquicos, liberales y serviles, 1821-1830.

10Con la independencia de España, las provincias hispánicas abrazaron el modelo republicano. Ese fue el caso de ciertos dirigentes criollos del Reino de Guatemala. Una vez lograda la independencia de esta Capitanía general, en septiembre de 1821, la nueva autoridad, la Junta provisional consultiva, anunció elecciones para fines de ese año en las que se elegirían diputados de todas las provincias del Reino con el fin de que decidieran el futuro político del Istmo en un congreso a instalarse en marzo de 1822. Pero no tardaron las discrepancias entre los que estaban a favor de una anexión al Imperio mexicano y los que deseaban una República federal al estilo estadounidense. Al final, terminó prevaleciendo entre la mayoría de los miembros de la Junta provisional, entre ellos su jefe político, Gavino Gaínza, la idea de anexar el Istmo al Imperio mexicano que pregonaba Agustín de Iturbide. Influyeron en tal decisión las misivas intimidantes que envió este último a Gaínza y la presión de personajes como Juan José Aycinena, miembro de una de las familias más influyentes y poderosas del Reino. La Junta provisional convino entonces no esperar la decisión del congreso de 1822 sino más bien escuchar el parecer de todos los pueblos del istmo, confiando quizás obtener una abrumadora adhesión de estos al plan de Iturbide.

11Por su parte, algunos dirigentes criollos, vecindarios y ayuntamientos de la Provincia de San Salvador tenían cifradas sus esperanzas en el congreso de 1822 no sólo por razones políticas (esperando una resolución favorable para constituir una República en el antiguo Reino), sino también por razones económicas: muchos de ellos eran productores-comerciantes de añil y creían que si había una anexión al Imperio mexicano continuarían las vejaciones de los comerciantes-exportadores de ese producto, radicados en la ciudad de Guatemala, capital del antiguo Reino. La idea no era descabellada teniendo en cuenta que familias pertenecientes a ese círculo de comerciantes-exportadoras, como eran los Aycinenas, apostaban por el Plan Trigarante de Iturbide el cual les aseguraba la defensa de sus antiguos intereses y privilegios. Una República en el Istmo permitiría a los productores-comerciantes provinciales mayor autonomía política y económica con respecto a la capital del antiguo Reino. De hecho, los criollos san salvadoreños ya habían preparado el camino autonomista al erigir en noviembre de 1821 una Diputación provincial12.

12Tanto el vecindario como el ayuntamiento constitucional de San Vicente, en el centro de la Provincia de San Salvador, estaban claros en hacer depender su futuro del congreso nacional. Sin embargo, el número cada vez mayor de poblaciones del antiguo Reino de Guatemala que se adherían al proyecto imperial mexicano, rechazando al congreso nacional, comenzaba a preocupar demasiado a ayuntamientos como el de San Vicente. Esta corporación estaba clara en su postura. El 27 de noviembre le comunicaba al jefe político Gaínza que “aunque opina por una republica democrática absolutam[en]te. independiente” no pretendía imponer su sentimiento a las demás poblaciones y provincias del antiguo Reino de Guatemala, sino discutirla en el afamado congreso de marzo13.

13Los republicanos san salvadoreños formaron una amplia red de familias, clientelas y poblaciones. Sus núcleos principales se hallaban en la ciudad de San Salvador y en San Vicente. Varios vecinos san salvadoreños adeptos al proyecto mexicano del Imperio (los “monárquicos”) se dirigieron en 1822 al general napolitano-mexicano, Vicente Filisola, encargado de las milicias imperiales en Centroamérica. Describieron a su oponentes, los republicanos, como “una sola familia”, la cual repugnaba el “bello orden” de la monarquía para abrazar la inestabilidad bajo los lemas de “Soberanía del pueblo”, “república”, etc. “Todos componen una familia – le decían a Filisola – en que hay reunidos, consanguíneos, afines, sirvientes y dependientes cómplices”. Denunciaban la persecución sufrida por todos aquellos que “se sospechaba que no convenían con el sistema de República, estando de parte del Estado Monárquico Imperial”.
“Estos hechos tan notorios –finalizaban diciendo- (…) comprueban el despecho de los autores cómplices en aquella facción que ha querido disponer de la suerte de todo un vecindario que tuvo la honra de reconocer la Monarquía, sin seguir ejemplo contrario14”.

14La misma Gaceta Imperial de México los describió como “un partido” formado por algunas ciudades (San Salvador, San Vicente y San Miguel) en donde ciudadanos “alucinados” por vanas teorías querían realizar en un pequeño territorio lo que en lugares con mayor población, riqueza y luces era difícil de conseguir15. Pero los republicanos vicentinos ya habían formulado meses atrás una solución a esta dificultad. Con un lenguaje guerrero16, creyeron que la libertad era uno de los atributos históricos del Reino. Previo a la conquista y durante la dominación española el Istmo era independiente de los demás reinos de la América. Juró su separación de España sin que ninguna fuerza exterior lo obligase, constituyéndose en nación absolutamente libre. ¿De dónde entonces, se preguntaban, nacía aquella opinión entre algunas provincias y pueblos de someterse a un imperio extraño como el mexicano? La respuesta la encontraron en el envilecimiento que la esclavitud de la colonia les había infundido. Para el ayuntamiento de San Vicente era admirable lo que hacían los mexicanos por recobrar su libertad; sin embargo, las provincias del Reino debían seguir su propio camino pues su territorio gozaba de fuerza, riqueza e ilustración. Y aunque ciertamente, comparados con México, eran pobres “mas ¿por qué lo somos, viviendo en un suelo amplio, hermoso, fértil y abundante en toda clase de productos y tesoros? ¿No es la esclavitud la que nos ha reducido o mantenido en esta miserable situación…?”.

15En todo caso, finalizaban, el poder de las naciones se hallaba en la fuerza moral de “las virtudes, la unión y el ardiente amor a la patria”, no en su riqueza física17. La postura vicentina, al igual que la de otros ayuntamientos y actores sociales de la Provincia san salvadoreña, bien podría catalogarse como expresión de una de las primeras facciones políticas surgidas en la etapa independentista, la cual contó con un apoyo supra-local del mismo modo que la tuvieron los denominados “monárquicos”.

16 Unas semanas más tarde el antiguo Reino de Guatemala quedó incorporado al Imperio mexicano, salvo pequeñas regiones insubordinadas como fue el caso de la zona central de la Provincia san salvadoreña. No obstante, cuando cayó el Imperio de Iturbide a inicios de 1823, los centroamericanos eligieron a sus diputados para la Asamblea Nacional Constituyente la cual dictaminó, con la Carta Magna de 1824, la formación en el Istmo de una República Federal. Lo importante a destacar aquí es que durante 1821 a 1823 se formaron dos grandes facciones o “partidos” (“republicanos” y “monárquicos”), que en la semántica de la época se definían como “grupos de opinión18”. Ahora bien, al interior de la Asamblea Nacional Constituyente de 1823 estos dos “grupos de opinión” sufrieron algunas transformaciones. En realidad, los antiguos monárquicos tuvieron que ceder a los principios del republicanismo.

17Alejandro Marure comentó que se formaron dos partidos: el “liberal”, denominado igualmente como “anarquista” y “fiebres”, por la pasión con que emitían sus opiniones y el partido “moderado”, “servil” o “aristócrata”. El primero estuvo integrado en su mayor parte por los republicanos y por algunos que aspiraron a favor de la anexión al Imperio mexicano. El segundo, por las familias nobles, los imperiales y algunos republicanos “capitalistas”, es decir, guatemaltecos que temían la preponderancia de las provincias sobre los antiguos privilegios e influjos con que había gozado la capital del antiguo Reino. El primero apostaba por el sistema federal; el segundo por el centralismo, aunque en un inicio tuvo que ceder ante la abrumadora mayoría republicana19. Estos republicanos “capitalistas” que menciona Marure seguramente fueron Francisco Córdova, José María Castilla y Fernando Antonio Dávila quienes prefirieron el centralismo al federalismo al ver los defectos de este último. No así, Barrundia y Molina.

18Tal como han sostenido Arturo Taracena y Jorge Mario García Laguardia, el centro de la disputa al interior de la Asamblea Nacional, y de allí en adelante, entre lo que la tradición ha denominado “liberales” y “conservadores”, fue decidir entre el proyecto centralista y el federal. De acuerdo a los centralistas, el sistema federal fragmentaría al antiguo Reino al conceder poderes autónomos a las provincias. Afirmaban que las provincias no eran autosuficientes; la falta de comunicación entre ellas, el analfabetismo, la poca ilustración, el pequeño número de personas preparadas no permitiría llenar los cupos burocráticos. Además, al anularse un poder central se producirían caciquismos locales. Los federalistas les argumentaban que la falta de comunicación no era un problema porque hacía necesaria a las autoridades locales. Que la pobreza era fruto de los sistemas anteriores. Apelaban a la existencia de una mente ilustrada capaz de llenar los cupos burocráticos. Que los costos del sistema federal eran mínimos comparados al central. Finalmente, que el centralismo produciría nuevamente el fantasma del absolutismo, avivando sentimientos provinciales contra la capital del antiguo Reino20.

19Como vemos, estos “grupos de opinión”, es decir, los “liberales” y los “moderados” no constituyeron organizaciones consistentes en términos de sus afiliados ni tampoco lo fueron en sus posturas ideológicas. Así, hubo cambios de afiliados de uno a otro partido en el seno de la Asamblea Nacional o inconsistencias a la hora de votar21. Además, los antiguos republicanos no necesariamente integraron el bando “liberal”. Entonces, las disidencias, incoherencias, rupturas, alianzas estratégicas, etc., parece que fueron muy comunes en estos años por lo que es muy difícil hablar de asociaciones políticas estrictamente consolidadas. Para el caso salvadoreño el siguiente ejemplo de 1828 lo mostrará. Las elecciones de ese año fueron disputadas entre los “arcistas” y los seguidores del jefe de Estado, Mariano Prado. Ambas facciones se auto-definían liberales.

20A fines de 1828 en el periódico El Salvadoreño se informaba que dos facciones se estaban disputando electoralmente el control del Estado. En diciembre de aquel año apareció publicada una nota firmada por un tal “Q.P.” y fechada el 11 de ese mes, en la que se denunciaba los “escandalosos manejos” electorales en Ahuachapán. Según la nota, el padre Isidro Menéndez, antiguo diputado en la Asamblea Nacional Constituyente (1823-24) y amigo de los líderes salvadoreños, logró que votaran “16 electores a favor del C. (iudadano). Antonio Cañas” para salir electo jefe de Estado. Este último era considerado “amigo i aliado” del cura José Matías Delgado y de su sobrino, el presidente federal, Manuel José Arce. Para esos días, la fama del presidente Arce estaba por los suelos entre los liberales salvadoreños, sus antiguos compañeros de ideología. De hecho, desde 1826 se hallaban enfrascados en una guerra pues los salvadoreños creían que Arce los había traicionado por sus relaciones con los “serviles” guatemaltecos. Por ello, finalizaba diciendo “Q.P.”, “se infiere qe. el partido Arcista va progresando i ha progresado mas en este departamento de Ahuachapán por las seducciones del Padre Menéndez”. Y es que, a juicio de “Q.P.”, “el ascenso de Menéndez prueba mui bien qe. los aristócratas de Guatemala se han vuelto á unir con los arcistas22”.

21En vistas a estos escándalos y presumiblemente a otros que debieron llegar a los oídos de los diputados liberales salvadoreños, éstos declararon la nulidad de las elecciones el 12 de diciembre y, a la vez, decretaron que se procediese a practicarlas nuevamente. El comentario a esa nota, aparecida en El Salvadoreño, añadía que “con este golpe, la facción del Presidente Arce i de Guatemala tendrán que trabajar otra vez para ver colocadas en las sillas de la Asamblea, del Gobierno i Consejo representativo á personas de su entera devoción23”. Para obtener un triunfo en las nuevas elecciones, la facción liberal contraria a Arce arremetió con publicaciones que exhortaban a los lectores del periódico en mención a no elegir a los adeptos de aquel. En un artículo anónimo publicado el 21 de diciembre, con el título de “Elecciones populares”, se buscaba ese propósito. El artículo es interesante porque nos muestra las ideas liberales de la época en torno al sufragio. “El poder electivo –sostenía – es un derecho del pueblo, no una concesion qe. se le ha hecho. Es una consecuencia necesaria de su Soberanía; es una emanación precisa del orijen (sic) de las sociedades; es inherente al concepto qe. manifiestan las voces de hombre libre, hombre social”.

22El poder electivo es fuente y origen de todos los demás poderes de la sociedad. No lo habían inventado los filósofos ni lo habían concedido los legisladores. “Es obra del Supremo legislador del universo, es una lei de la naturaleza”. En ese sentido, los legisladores hasta el momento no habían hecho más que explicitarla y dar reglas para su ejercicio.

23Por el sufragio se deposita en una persona de conocida confianza los intereses del pueblo. “Los pueblos mismos se entregan, por decirlo asi, se sujetan y someten sus mas caros intereses, á los directores qe. ellos mismos elijen”. Su regular ejercicio es la mejor garantía del goce de los derechos y bienes de los ciudadanos. Hasta el momento, argumentaba el articulista anónimo, no se habían podido practicar elecciones libres porque el Estado se hallaba “ocupado por un enemigo feroz” (aludiendo a las milicias guatemaltecas) y por otros motivos. Fue así como la Asamblea emitió su decreto del 12 de diciembre; sin embargo, aunque los pueblos sufragaron en su mayoría, “los enemigos de la patria, valiéndose de la intriga, moviendo intereses personales i aprovechandose de la sencillez de algunos i de la imbecilidad de otros, eludieron la voz de la nacion, i los pueblos qe. vieron contrariada su voluntad, fueron frios espectadores de un suceso qe. les presajiaba el cumulo de males que han esperimentado”.

24El articulista señalaba como los causantes de esta desgracia a los seguidores de las poderosas familias de Guatemala y del presidente federal Manuel José Arce. Se preguntaba ¿por qué se hallaban colocados en los más importantes destinos de la República centroamericana individuos que anteriormente habían querido entregar el Istmo al Imperio mexicano, que lucharon contra la independencia, que atacaron la Constitución federal y se opusieron a las libertades? Porque los pueblos actúan muchas veces con apatía, ignorancia o se dejan seducir, se respondía a sí mismo. ¿Quiénes eran entonces los verdaderos “amigos del pueblo” que deberían ocupar tales magistraturas? Aquellos que habían defendido la libertad, es decir, los “verdaderos liberales”, los enemigos de los serviles y arcistas, concluía24.

25El anterior artículo apareció el 21 de diciembre de aquel año pues ese día se efectuaron las nuevas elecciones dispuestas por la Asamblea legislativa. Sin embargo, hubo desacuerdos entre el primer órgano del Estado y el directorio electoral del centro de la ciudad de San Salvador que se formó ese día, probablemente por hallarse constituido de individuos adeptos a la facción arcista. De ahí que por medio de un comunicado fechado el 22 de diciembre, la Asamblea anulaba a ese directorio electoral, prohibiendo la formación del nuevo con los antiguos miembros25. Además, los diputados le enviaron al Jefe político de San Salvador, Francisco Padilla, un comunicado en el que le señalaban los elementos que deslegitimaban al directorio electoral: se había constituido con un individuo del directorio anulado, se utilizaron boletas para sufragar con las que “la prepotencia de un partido qe. destruyendo el equilibrio deprime la libertad de elegir” y participaron en las elecciones soldados de la guarnición “qe. sin vecindario acaso, sin previa calificación, i con el carácter de dependencia, carecen de la eterna libertad i cualidades inherentes al derecho de elejir”.

26Como vemos, la disputa era entre los “arcistas” contra la facción del jefe de Estado en ese entonces, Mariano Prado. La “falsificación” ideológica liberal de los “arcistas” se debió, a juicio de los últimos, a las negociaciones de su máximo líder (el presidente Arce) con los “serviles” de la capital federal, es decir, las importantes familias de Guatemala (los “aristócratas”) y los liberales pro-centralistas. Ambas facciones no cuestionaron el sistema republicano. Más bien, el temor de los seguidores de Prado era que los “arcistas” fueran ganando terreno y sujetaran el Estado federado salvadoreño a la ciudad de Guatemala. Temían que la República federal centroamericana terminara convirtiéndose en una entidad política centralizada y anulara, como consecuencia, la “soberanía” de los Estados miembros26.

III. Liberales católicos (“moderados”), 1860-1870.

27El régimen de Francisco Dueñas (1863-1871) fue considerado “conservador” desde su caída. Por ejemplo, en un editorial del Diario Oficial, en el que se criticó hacia 1875 a los privilegios eclesiásticos, se tildó a la Constitución de 1864 como “hija de la revolución conservadora y clerical de 186327”. En gran medida los calificativos de “clericalismo” y “ultramontanismo” adjudicados al régimen de Francisco Dueñas comenzaron a fraguarse durante la guerra que derrocó a su antecesor, el general Gerardo Barrios, por la que fuera impuesto Dueñas por el presidente de Guatemala, Rafael Carrera. El rotativo pro-régimen de Barrios El Centinela de la patria desempeñó dicho papel. La narrativa del periódico construyó dos facciones en guerra: la patriótica que apoyaba a su caudillo, quien ya se encontraba acorralado por las fuerzas guatemaltecas, y la del presidente impostor, denominado “Don Francisco Provisorio” o “Dueñas, el presidente de burla”. Partiendo de sus antecedentes religiosos, Dueñas fue calificado sarcásticamente como “vuestra paternidad”, “Fraile Dueñas”, “Reverendo padre”, etc. La misma sátira fue utilizada para Carrera: “Indio barrigón, ebrio, de maneras brutales, de color cobrizo, feo y sin barba28”.

28Sin embrago, si revisamos El Faro salvadoreño, rotativo apologista del régimen de Francisco Dueñas, nos daremos cuenta que la línea ideológica del partido oficial, “el ministerial”, era un liberalismo católico que aspiraba a crear una república democrática basada en la religión y la moral. El “liberalismo católico” no era una postura novedosa si tenemos en cuenta la tradición ilustrada de muchos clérigos sostenida desde fines del siglo XVIII o la misma tradición liberal española doceañista que abrazaron centenares de seglares y religiosos a partir de 1812. En Centroamérica Juan José de Aycinena, canónigo guatemalteco, se convirtió en un exponente del liberalismo católico. Acusado de conservador por la propaganda anticlerical de su época, ya que legitimó el poder civil y la sociedad desde la religión, Aycinena creía en dos tipos de progreso: uno, moral, es decir, la perfectibilidad humana y, el otro, ligado a las ciencias, artes, letras, industria y comercio. “Apellidar enemigos del progreso á los católicos – afirmaba Aycinena -, es calumniarlos atrozmente: es imputarles sin razón un conato contrario al espíritu de su culto; sin embargo, así los apellidan en su lenguaje de falsedad los impíos revolucionarios”.

29Según el canónigo guatemalteco el progreso práctico era patrocinado por el catolicismo. Lo hacía a partir de la apertura a la colonización de pueblos europeos, industriosos y católicos para trasmitir a los habitantes centroamericanos el ejemplo de la laboriosidad. Otra forma era obligando a respetar la propiedad desde las leyes divinas, en claro rechazo al despojo de las propiedades religiosas que buscaban muchos “revolucionarios” y “libertinos”. Aycinena afirmaba que tales prácticas ni siquiera las cometían los gobiernos que profesaban religiones disidentes del catolicismo, probablemente refiriéndose al caso estadounidense. Por otra parte, para Aycinena el catolicismo no era irreconciliable con el republicanismo. En un sermón de 1840 fue contundente al respecto al reclamar que a los guatemaltecos les hacía falta el respeto mutuo, hábito “que distinguen al buen republicano29”.

30Periódicos apologistas del régimen de Francisco Dueñas coincidían con el pensamiento del canónigo Aycinena. En noviembre de 1864, en plena campaña proselitista, El Faro salvadoreño avalaba a Dueñas como “su candidato” para el período 1865-69. Hacía un recuento de su trabajo político desde la época de la Federación. Lo denominaba “Liberal moderado” porque “ha combatido lo mismo al absolutismo que á la demagogia, enseñando y practicando el liberalismo bien entendido y la plantación de las formas republicanas compatibles con los elementos de orden, con el progreso y con el respeto que se debe á la autoridad30”.

31Por supuesto que el periódico dio cabida a toda opinión favorable de la ciudadanía. Algunos contribuyentes del rotativo afirmaron que el gobierno de Dueñas era justo, paternal y liberal; acataba la ley y cumplía religiosamente su programa de libertad, orden y progreso. Había mantenido el orden con respecto a los agitadores en el Istmo, pudiendo robustecer el principio de autoridad. Ello no había sido posible durante el régimen de su predecesor, Gerardo Barrios, por haber utilizado las armas. Más bien fue posible por medio de la recta justicia, impulsada por Dueñas, la cual era propia de los gobiernos republicanos. La Constitución sancionada en la administración de este último (1864) era apropiada a las costumbres del país, pues “el principio democrático republicano tan profundamente arraigado en todos los corazones salvadoreños, impera en el espíritu de esta ley”, sostenía. Otro contribuyente argumentaba que el régimen de Barrios, caracterizado por una libertad desordenada, terminó en puro despotismo. Comparaba a Barrios con Cromwell, Danton, Marat, Robespierre y Rosas porque todos ellos ocuparon a las masas populares para defender sus tiranías. “Barrios –afirmaba- se dice liberal y progresista. Infamia es esta de la que no podrán jamás lavarse los que se apellidan _rojos y liberales, que son déspotas siempre que les cabe en suerte gobernar_”; “El liberalismo tal como comprende y practica Barrios y su escuela, es la ironía más amarga del programa con que se le ha anunciado tantas veces á los pueblos; no hay en él ni justicia ni rectitud31…”.

32 Había pues, para estos columnistas, dos tipos de libertad: la desordenada, cuya bandera política había sido izada por Barrios durante su régimen. La segunda, la verdadera, era la libertad ordenada, la practicada por la administración Dueñas. La libertad de los despóticos era la arbitrariedad. Aunque la aclamaban para todos, al final terminaban reclamándola para ellos solos. En los primeros años de la emancipación política los “déspotas demagogos” halagaron a las multitudes en nombre de la libertad “ostentando ardiente decisión por las ideas liberales y progresistas en su más exagerado ensanche, atropellando y destruyendo cuanto supone contrario á su empresa”. En realidad esa fue una dictadura que se llenó la boca de liberal. “El sentimiento de libertad es superior á todos los demás que animan al corazón humano tanto que la virtud no puede existir sin él; pero no basta poseerlo. Es indispensable que los medios conducentes á su goce sean también justos; de suerte que si con desorden se disfruta de la libertad, ya será un abuso, y se llamará despotismo”.

33Este despotismo disfrazado de liberal era peor que el absoluto pues en este último ya se sabía que el déspota era un enemigo del pueblo y de sus libertades. Si el despotismo absoluto atacaba a la libertad, el demagógico la traicionaba. El editorialista del periódico sostenía que después de tantos años de vivir el país un despotismo de esa naturaleza, se ha establecido, con el régimen de Dueñas, y con mucho sacrificio, “el regimen verdaderamente liberal32”. Esta “verdadera libertad” estaba sustentada en el orden. Y es que el origen de la anarquía y el despotismo era la ruptura “con el vínculo sagrado de las leyes”. El desorden provocado por la multitud era anarquía; por un individuo, despotismo. En ambos casos se trastornaba la tranquilidad y se perdía la libertad. “El medio seguro de conservar la libertad –se afirmaba en el rotativo-, es mantener el órden general por la fiel observancia de las leyes. _Todos somos súbditos de ellas, para que podamos ser libres33”.

34Habría orden en una nación cuando todos sus habitantes hubiesen adquirido el hábito de la obediencia. Sin embargo, el orden no era incompatible con el progreso. El orden y el progreso, sostenía un editorial del periódico, no son contradictorios. Antes bien, el progreso se alcanzaba cuando en una sociedad se había cimentado la tranquilidad. La Providencia ha puesto sobre la tierra dos clases de hombres: unos representan y conservan el orden. Los otros proclaman y buscan el progreso. ¿Cuándo, entonces, se establece el orden verdadero? “se ha establecido en una Nación cuando esta ha adquirido hábitos de obediencia, y cuando la ley, conservando la moral y fomentando la instrucción, ayuda y estimula al interés individual, para que, sin salir de la moral pura del cristianismo, busque su bienestar material; penetre en las rejiones desconocidas de la ciencia y procure acercarse á lo bello y lo sublime34”.

35 “Libertad, orden y progreso” fue así el lema del gobierno de Dueñas y de su partido, el ministerial. Por lo que hemos visto, se auto-definieron como verdaderos liberales, “moderados”, frente a los falsos liberales o “rojos” (*populistas, demagogos, anarquistas, jacobinos). El liberalismo de los ministeriales y del régimen de Dueñas, a juzgar por El Faro salvadoreño, buscaba cimentar un republicanismo católico: religión y valores republicanos no eran incompatibles. Al contrario, “una república sin religión, sin virtudes ni moral no produce más que Marios sin espada, Robespieres sin tribuna”, sostuvieron los militares salvadoreños durante un aniversario del natalicio de Dueñas. Éstos elogiaron al régimen de aquél por haber convertido a la religión y la moral en indispensables agentes “para el completo desarrollo del sistema democrático35”.

36 Barrios fue criticado de déspota, tirano y falso liberal por anular la autonomía de la Universidad y del poder judicial; por centralizar la instrucción primaria en las cabeceras departamentales, despojando a muchos pueblos del acceso a la educación; por suprimir las judicaturas de primera instancia en varios pueblos y la libertad de imprenta. Se le acusó de estancar la venta de licores extranjeros y el tabaco36. Sin embargo, Dueñas no se quedó atrás con el apelativo de falso liberal. Fue criticada su intervención en la Asamblea Legislativa, la restricción de su régimen a la libertad de imprenta, por manejar inadecuadamente los fondos públicos, además del deseo de perpetuarse en la presidencia. Si bien es cierto que a Barrios se le acusó de querer “humillar” a la Iglesia al poder civil, Dueñas utilizó la influencia de aquélla sobre la población para sus propósitos presidenciales37.

IV. Anticlericales y republicanos, 1880.

37Durante el último tercio del siglo XIX puede apreciarse en la vida política salvadoreña una construcción muy fina del binomio partidario “liberales” y “conservadores”. Por supuesto que quienes la elaboraron fueron intelectuales a través de sus editoriales y columnas, en los periódicos, algunos de los colaboradores eran masones. Rafael Reyes, en la revista jurídica El Foro del porvenir, en 1904, sintetizaba los principios liberales y, a la vez, describía a sus opositores. El liberalismo proscribe la tortura y respeta la ley, afirmaba. Pero “las leyes no estaban de acuerdo con la expansión racional y justa de la personalidad humana y (el liberalismo) quiso avanzar, y encontró resistencia, y de esa resistencia provino la lucha entre el partido del progreso y el partido encariñado con lo existente”.

38Para Reyes el liberalismo proclamó y realizó varias empresas a pesar de las resistencias encontradas: defendió la absoluta libertad religiosa, la secularización de los cementerios, la enseñanza laica, el matrimonio civil, el divorcio absoluto, la independencia absoluta entre Iglesia y Estado38. Ahora bien, las ideas de Reyes eran eco de la las reformas anticorporativas, llevadas a cabo entre las décadas de 1870 y 1880, por las que el lenguaje político se polarizó. Las medidas tomadas en contra del poder de la Iglesia por parte de las autoridades centrales condujo a la creación de dos grandes sectores que entraron paulatinamente en disputa. En ese contexto hay que entender la utilización del clivaje “liberales versus conservadores”. En el periódico anticlerical El Cometa, por ejemplo, se publicó en 1880 un editorial en donde se reflejaba muy bien dicha construcción maniquea39. En el fondo no era más que la autodefinición de un grupo de actores sociales (académicos, masones, etc.) ante sus rivales. (Véase cuadro No. 1)

39Además de la fuerte carga subjetiva con la que está tejido el relato anterior, nos damos cuenta que la principal diferencia entre una facción y la otra era el rol que debía jugar la religión y la Iglesia en la política o la sociedad. El conservadurismo fue asociado entonces al atraso, a lo clerical y a lo anti-moderno. Pero las experiencias en América Latina indican que, en donde hubo posturas autodefinidas como conservadoras, algunas de ellas tendieron a la apertura de ideas. Si se pudiera perfilar algunos elementos del conservadurismo mexicano decimonónico contaríamos con el sentimiento de rechazo al cambio, a lo nuevo, a la trasgresión de las tradiciones basadas en la religión, la propiedad, la familia y la moral. Ahora bien, según el historiador mexicano Conrado Hernández, parte de la invención liberal fue adjudicarles a los conservadores el rechazo al progreso. Pero muchos de estos últimos lo que rechazaron fue el peligro a los cambios radicales. Hubo en ellos “un rencor contra un futuro que se revelaba hostil40”.

40Ni todos los así llamados “conservadores” despreciaron los avances de la ilustración y de las ciencias o se opusieron a los debates y a la libertad de opinión, ni tampoco todos los reformadores liberales anticlericales terminaron divorciándose de la prodigiosa ayuda que proporcionaba la religión. Blake Pattridge ha demostrado, contrario a la visión oscurantista tenida sobre la Universidad San Carlos de Guatemala durante el período “conservador”, el interés de sus autoridades por modernizar la enseñanza con la creación de carreras como ingeniería o ciencias naturales y con el establecimiento de laboratorios. Asimismo hubo discrepancias con el régimen de Rafael Carrera, evidenciando un clima de cierta tolerancia a la libertad de pensamiento. Por otra parte, el reformador liberal guatemalteco, Justo Rufino Barrios, para cortar con el poder de la Iglesia católica sobre la enseñanza – como parte de un proceso de secularización -, permitió en la década de 1870 el establecimiento de misioneros protestantes, quienes crearon escuelas, bibliotecas y templos en algunas zonas del país centroamericano41.

41Durante los años de la radicalización reformista anticorporativa en El Salvador, los debates suscitados entre católicos y liberales anticlericales (algunos masones) son indicio de las disputas electorales que las facciones tuvieron por mantener o suprimir los privilegios eclesiásticos. En la década de 1870 los mismos eclesiásticos podían influir directamente en la redacción de la Constitución porque todavía eran electos como diputados. A pesar que las constituciones de 1841, 1871, 1872, 1880, 1883, 1885 y 1886 les prohibieron tener acceso a cargos de elección popular (senadores, diputados, presidente), algunos religiosos lograron intervenir, aunque con pocos frutos, en la constituyente de 187142. En las constituyentes posteriores, la fuerza de los católicos se hizo sentir a través de sus periódicos con el propósito de detener cualquier “ateísmo” en las leyes primarias del país.

42Por esa razón, los anticlericales atacaron durante la constituyente de 1885 el que en las Cartas magnas anteriores se iniciara invocando a Dios. Los argumentos esgrimidos eran los siguientes. Como el término “Dios” es inteligible para personas de diversas creencias, no convenía que hubiese un encabezamiento en la Constitución que rezara así: “En nombre de Dios…”. Ello en ningún momento indicaba que el “Estado” fuese “ateo”. Y es que legislar en nombre de Dios tenía sus aporías. Si el hombre recibe de Dios directamente la inspiración para plasmar las leyes (hecho sobrenatural), entonces tal constitución sería la más perfecta posible. Pero ello favorecería la ficción del estatismo social, cuando más bien las sociedades están sujetas a las leyes del progreso. Por tanto, argumentaban, hasta el momento no ha habido y ni habrá una sociedad perfecta. Además, legislar en nombre de Dios falseaba el mandato de los representantes porque ellos lo hacen en nombre del pueblo y para el pueblo “y no tienen la pretensión de hacerlo en nombre de Dios, porque no se sabe tampoco si á Dios le agrade más la forma democrática, tan combatida por la Iglesia católica que la monárquica43”.

43Los católicos calificaron a los liberales anticlericales como “masones”, algo que, no estaba alejado de la realidad. En 1885 el editorial de un rotativo anticlerical recriminaba las actitudes “ignorantes, fanáticas y peligrosas” de muchos católicos por considerar “herejes” a los extranjeros. Igualmente, de tener aversión hacia los masones. Por esa razón, se reproducía una nota enviada por el gobierno central al ministerio de gobernación para que la circulase entre las municipalidades del departamento de San Salvador. Hacía un llamado para evitar toda conducta agresiva contra los masones (calificados por los católicos de enemigos de Dios y de la Iglesia). Se añadía que “la religión no se defiende con el odio ni con los gritos de injuria, de amenaza o de provocación que se han proferido, sino con la razón y con la observancia de una conducta honrada”. (…) “Las personas verdaderamente virtuosas no salen á la calle á causar escándalos ni hacer alardes de odio (…), sino que viven ocupadas en el trabajo honesto y cumpliendo con sus deberes de familia44”.

44Con todo, no es posible reducir la lucha entre facciones a las posturas católicas y anticlericales. De hecho, la competencia electoral de las últimas décadas del siglo XIX corrió, fundamentalmente, entre partidos mejor estructurados para quienes el tema religioso no ocupaba un lugar central sino la mejor administración de un Estado en fortalecimiento. En las elecciones de 1886 se enfrentaron, entre otros, dos partidos muy bien organizados. Uno de ellos era el republicano, fundado ese año y cuyo periódico, El Pabellón salvadoreño, entró en continuas polémicas con La Libertad, rotativo del partido oficial. El propietario del primero, Carlos Bonilla, no culpaba al régimen del general Francisco Menéndez por los desaciertos de su gobierno sino a quienes lo rodeaban, en concreto al intelectual y funcionario Francisco Esteban Galindo quien era el director de La Libertad, pues todos ellos estaban identificados con un “liberalismo adulterado”. “El Partido Republicano – decía Bonilla- que repetidas veces ha dado muestras de su independencia, que no aspira á medros personales con el Gobierno, y que no ve en este sino la entidad moral que rige los destinos del pueblo salvadoreño, sin referencia á personas, siempre tendrá en sus labios y en su pluma la imparcialidad para censurar con entereza los actos punibles del Gobierno”.

45El partido republicano, a través de Bonilla, criticaba del régimen menendista los aumentos de sueldos gozados por los funcionarios públicos, el establecimiento de impuestos a las municipalidades y la celebración de tratados con los vecinos en los cuales se ponía en peligro la soberanía del país. Le recomendaba a Menéndez que se apartara de las utopías y de los principios del “rojismo” (liberalismo radical, jacobinismo, robespierismo). Le recordaba el apotegma político que el mejor gobierno era aquel que menos se hacía sentir45. Para Bonilla la administración de Menéndez estaba transitando de un pretendido régimen de libertades políticas y sociales a una dictadura por su excesivo centralismo y militarismo. Para Bonilla no basta la honradez, el patriotismo, el buen sentido práctico y las virtudes cívicas en el primer mandatario. En una república democrática el presidente era “el alma de la cosa pública, y el que verdaderamente gobierna, como administrador y ejecutor de las leyes”. Los presidentes, entonces, debían ser ilustrados46.

46Bonilla definía el radicalismo en el sistema político como un “idealismo liberal”, en teoría, y un “despotismo” en la práctica. Los padres del radicalismo eran los jacobinos, Marat, Robespierre, etc. “Allí está propiamente el origen del liberalismo rojo”, sostenía. El calificativo de “rojo”, explicaba Bonilla, derivaba de los ríos de sangre con que inundó a Francia el radicalismo. Si se dejara gobernar al radicalismo se verá que la tan proclamada libertad abstracta se convertirá en un duro despotismo: destierros, abolición de libertades civiles, monopolios, intimidación, los azotes, etc., como ha sucedido en Guatemala (en alusión al régimen del “liberal radical” Justo Rufino Barrios). En cambio, el verdadero partido liberal (el republicano democrático) nació de la misma Convención francesa y estaba representado por los girondinos (Vergniaud, Brissot, Lanjunais, Condorcet, etc.). Tenían amor al orden, a la justicia y a la libertad. “Somos nosotros, señores radicales, los _genuinos liberales_”, expresaba Bonilla47.

47El partido republicano, según explicaba Bonilla, no daba cabida a radicales ni a ultramontanos en su seno, pues se convertía en una tercera fuerza en la vida política nacional Y aunque el tema religioso no ocupara un lugar decisivo en sus discusiones, es posible encontrar en los editoriales de El Pabellón comentarios sobre la moral y el cristianismo. Sobre este último los comentarios son escuetos. Por ejemplo, uno de los objetivos del partido era consolidar en el país “la genuina República democrática, cimentándola en la moral y la justicia, en el orden y la libertad”. No hay duda que se trataba de una moral impregnada de valores seglares como el trabajo, la libertad e igualdad. La libertad podía disfrutarse a partir de la instrucción pública y la igualdad, nacida con el cristianismo, “fundamento de la moderna democracia”, permitía la nivelación de muchos individuos en ciudadanos48.

V. Reflexiones finales.

48Hilda Sabato, expresa que “un dato significativo caracteriza la historia política de las Américas en el siglo XIX: la adopción generalizada de formas republicanas de gobierno. Mientras Europa abrazaba la monarquía con renovados bríos, las Américas, con la sola excepción sostenida del Brasil, optaron definitivamente por la república. De esta manera, se convirtieron en un campo de experimentación política formidable49”.

49En efecto, el continente americano y, para nuestro caso, la América española se convirtió en el laboratorio de una modernidad híbrida en donde el modelo republicano sustentado en el sufragio ciudadano, el sistema representativo, la soberanía popular, etc. sirvió de basamento para la construcción de las nuevas comunidades políticas. Mientras filósofos y publicistas europeos lo defendían teóricamente, en la América española se convirtió en una práctica ensayada a lo largo del siglo XIX. En El Salvador una parte sustancial del debate político se centró en construir un sistema republicano. Dentro de ese debate las facciones o partidos jugaron un rol fundamental. Sin embargo, lejos de haberse reducido a un “laboratorio” de bipartidismo polarizante, denominado tradicionalmente como “liberales versus conservadores”, la experiencia organizativa, electoral y combativa de los partidos decimonónicos ha mostrado una variedad de posturas en torno al republicanismo, las cuales tuvieron un origen común entre 1821 a 1823.

50 El republicanismo defendido en la década de 1880 respondió al viraje del proyecto modernizador salvadoreño cuya finalidad fue dar el tiro de gracia al dominio corporativo, fundamentalmente eclesial y municipal. Estaba en juego, por supuesto, la consolidación y renovación de las elites económicas, la mayoría de sus miembros vinculados a la producción cafetalera. Ahora bien, este proyecto modernizador, aunque logró la paulatina privatización de muchas tierras ejidales que pertenecían a los pueblos, la secularización de la enseñanza o la consignación de la tolerancia religiosa, entre otros aspectos, no rompió totalmente con ciertas prácticas tradicionales. Podría decirse que en determinados momentos convivieron o se amalgamaron sin mayores problemas la “modernidad” con la “tradición”.

51
Cuadro No. 1.

Liberales Conservadores
Reconoce la absoluta libertad de prensa. No la reconoce y los periódicos degeneran en libelos. Se esconden las fallas del gobierno.
Reconoce y proclama el derecho del libre sufragio. Se proclama el principio pero se restringe en la práctica.
El pueblo tiene el derecho a la insurrección cuando el gobernante conculca las leyes. Convierte el principio de insurrección en desorden.
Es conveniente la libertad de cultos. El Estado no puede ser ateo: “hai que proclamar siempre una religión oficial que debe tenerse como verdadera excluyendo todas las demás”.
El Estado no reconoce fuero alguno eclesiástico, con excepción de las causas espirituales. “Es necesario respetar los fueros i preeminencias de la Iglesia. El Clero es un buen elemento de poder, sobre todo entre las masas populares de suyo ignorantes y fanáticas”
El derecho moderno ha puesto en evidencia la inconveniencia de las comunidades religiosas. Los jesuitas, con su cuarto voto, proclaman la obediencia al Papa, con lo cual alimentan la sumisión absoluta al pontífice y provocan la insumisión a los gobiernos de los países en los que viven. Las comunidades religiosas son muy convenientes a la sociedad. “Mientras haya más frailes, menos opositores contará el gobierno porque esos tales afirman que no tienen más patria que el cielo”. Los jesuitas son los aliados de todo gobierno moderado.
Proclama la alternancia en el gobierno. “Estando en el poder es necesario conservarse á todo trance”.
Proclaman la libertad y la secularización en la enseñanza popular. La enseñanza debe estar bajo tutela de la Iglesia. Ésta tiene la facultad para excluir de la enseñanza aquellos textos nocivos a la juventud. La vida de los santos son edificantes para los jóvenes no así la de los filósofos del siglo pasado.
Se busca la igualdad entre todos los miembros que componen el cuerpo social. Tiende “á establecer una aristocracia que represente el elemento del orden”.
Confiere el verdadero sentido a la palabra “pueblo”. Algunas veces encuentra demasiado vulgar la palabra “pueblo”.
Es inadmisible la nivelación de los clérigos con los demás miembros del cuerpo social. “A los clérigos no se les debe tocar. Son verdaderos súbditos de un poder sobrenatural e invisible cuyo delegado está en Roma”.
Uno de sus lemas reza así: “Abajo la tiranía, viva la libertad”. Uno de sus lemas reza así: “Viva el orden, viva la religión, viva el gobierno”.
Se reconoce la necesidad de establecer el matrimonio civil. Es condenable el matrimonio civil.
“El partido liberal puede guardar armonía con el poder eclesiástico, si haciendo a un lado las mal entendidas prerrogativas adquiridas en su época de poderío i preponderancia absoluta, se reduzca a la condición verdaderamente evangélica i de pureza de las primeras edades del cristianismo”. Es imposible una buena armonía con los liberales (*radicales) hasta que estos depongan “sus absurdas tendencias de absorber en absoluto las facultades de la Iglesia”.

52
h4. Bibliografía

53Annino, Antonio. “Introducción” en Antonio Annino (Coordinador), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX. (Buenos Aires, FCE, 1995).
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VI. Notas de pie de página

541 Antonio Annino, “Introducción” en Antonio Annino (Coordinador), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, 1995, pág. 7 y ss.

552 El término de “ideología” utilizado aquí no tiene un sentido negativo (“falsa conciencia”). Más bien tiene un sentido primario de visión de mundo.

563 Patricia Andrews, “El liberalismo en El Salvador a finales del siglo XIX” en Revista del pensamiento centroamericano, 1981, págs. 89-93.

574 Manuel José Arce, Memoria, (San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1997), pág. 302.

585 Luciano Hernández, “Lo que fue la administración de Barrios” en El Constitucional. Periódico oficial del gobierno, San Salvador 28 de noviembre de 1863, Nº 5, Tomo I, pág. 5.

596 “Es un error creer que el gobierno republicano (roto) su naturaleza débil; al contrario, en él se encuentra la verdadera potencia para dirigir la sociedad a su alto fin” en El Faro salvadoreño, San Salvador 13 de junio de 1870, Nº 289, pág. 1.

607 Adolfo Bonilla, “La búsqueda de la reconstrucción centroamericana, 1841-1855” en Álvaro Magaña (Coordinador), El Salvador. La República, 1808-1923, 2000, págs.132-141.

618 Hilda Sabato, “Elecciones y prácticas electorales en Buenos Aires, 1860-1880, ¿Sufragio universal sin ciudadanía política?” en Antonio Annino (Coordinador), _Historia de las elecciones_…, págs. 138-141.

629 Jorge Luján Muñoz, “Los partidos políticos en Guatemala desde la independencia hasta el fin de la federación” en Anales de Geografía e Historia de Guatemala, Nº LXIII, 1989, pág. 31 y ss.

6310 Hilda Sabato, “Elecciones y prácticas electorales…”, pág. 125.

6411 “Historia de veintiocho años. Nuestros candidatos presidenciales” en El Pabellón salvadoreño, San Salvador 9 de octubre de 1886, Nº 19, págs. 1-2.

6512 Sajid Alfredo Herrera, “Luchas de poder, prácticas políticas y lenguaje constitucional. San Salvador a fines de 1821”, (inédito).

6613 Archivo General de Centroamérica (en adelante, AGCA), B5.4, Exp. 1515, Leg. 60: El ayuntamiento de San Vicente a Gaínza, 27 de noviembre de 1821. Firman: Juan Vicente Villacorta, José Manuel Revelo, Francisco José Prado, Francisco Montalvo, Manuel Meléndez, Francisco Burgos, Francisco Ruiz.

6714 “Comunicación al Gral. Vicente Filisola, Comandante Gral. de las tropas imperiales” en Miguel Ángel García, Diccionario Histórico enciclopédico de la República de El Salvador. El Doctor José Matías Delgado, 1932, Tomo I, págs. 579-586.

6815 “La Gaceta Imperial de México informa sobre los trabajos de anexión de las provincias de Centroamérica a México” en Ibid., pág. 526.

6916 Ver por ejemplo sus misivas a Gainza y a Delgado: AGCA, B5.4, Exp. 1520, Leg. 60: El ayuntamiento de San Vicente a Gaínza, 27 de noviembre de 1821; El Genio de la Libertad, Guatemala 22 de octubre de 1821, N° 23, Tomo III, págs. 831-834; AGCA, A1, Exp. 57231, Leg. 6931, fol. 1-9.

7017 El Genio de la Libertad, Guatemala 12 de noviembre de 1821, N° 26, Tomo III, págs. 863-867.

7118 María Teresa García, Las Cortes de Cádiz y América. El primer vocabulario liberal español y mejicano (1810-1814), 1998, pág. 267.

7219 Alejandro Marure, Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica desde 1811 hasta 1834, 1877, pág. 61.

7320 Antonio Herrarte, La unión de Centro América (tragedia y esperanza). Ensayo político social sobre la realidad de Centro América, 1963, pág. 104; Arturo Taracena, “Nación y república en Centroamérica (1821-1865)” en Arturo Taracena y Jean Piel (coordinadores), Identidades nacionales y Estado moderno en Centroamérica, 1996, pág. 49; Jorge Mario García Laguardia, “La influencia de la constitución americana en el constitucionalismo centroamericano. Tres instituciones” en Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Tomo 61, 1987, págs. 324-325.

7421 Jorge Luján Muñoz, “Los partidos políticos en Guatemala…”, págs. 43-44.

7522 El Salvadoreño, San Salvador 14 de diciembre de 1828, Nº 25, fol. 100. Subrayado en el original.

7623 Ibid., 21 de diciembre de 1828, Nº 26, fol. 103.

7724 Ibid, 21 de diciembre de 1828, Nº 26, fol. 104-106.

7825 Ibid., 28 de diciembre de 1828, Nº 27, fol. 107 y 108.

7926 Sajid Alfredo Herrera, “Old regional antagonisms and imported political models: the liberal invention of a salvadorean state identity, 1821-29”. En Marcelo Caruso y Eugenia Roldán (editores), Imported modernity in post-colonial state formation. The appropriation of political, educational, and cultural models in Nineteenth-century Latin America, 2007, págs. 95-128.

8027 “Las leyes eclesiásticas” en Diario Oficial, San Salvador 14 de julio de 1875, Nº 152, pág. 1.

8128 El Centinela de la patria, San Salvador 19 de septiembre de 1863, Nº 20, pág. 3.

8229 Juan José Aycinena, “Libertad, constitución, reforma, progreso, 1862”; “Sobre la colonización belga, 1842” y “El príncipe prudente gobierna sin innovar las costumbres, 1840” en David Chandler, Juan José de Aycinena. Idealista conservador de la Guatemala del siglo XIX, 1988, págs. 159-166; 200-205.

8330 “Elecciones. Nuestro candidato para la presidencia de la República” en El Faro salvadoreño, San Salvador 26 de noviembre de 1864, Nº 26, pág. 1.

8431 “La situación y el porvenir del Salvador” en Ibid., San Salvador, 28 de noviembre de 1864, Nº 26, pág. 1-2; San Salvador, 26 de marzo de 1864, Nº 30, pág. 2.

8532 “El peor despotismo es el que se ejerce en nombre de la libertad” en Ibid., San Salvador 18 de octubre de 1869, Nº 256, pág. 1.

8633 Editorial de Ibid., San Salvador 11 de noviembre de 1867, Nº 157, pág. 1. Cursivas en el original.

8734 Editorial de Ibid., San Salvador 12 de julio de 1869, Nº 242, pág. 1.

8835 Los militares felicitan al Presidente Francisco Dueñas en Ibid., San Salvador 5 de octubre de 1869, Nº 254, pág. 1.

8936 Luciano Hernández, “Lo que fue la administración de Barrios” en El Constitucional. Periódico oficial del gobierno, San Salvador 28 de noviembre de 1863, Nº 5, Tomo I, pág. 4-6.

9037 “El por qué de la caída de Barrios” en Ibid., San Salvador 12 de noviembre de 1863, Nº 2, Tomo I, pp. 6-8; Carlos López, “Tiempo de liberales y reformas, 1871-1894” en Álvaro Magaña (Coordinador), El Salvador. La República, 1808-1923, pág, 223; Rodolfo Cardenal, El poder eclesiástico en El Salvador, 1871-1931, 2001, pág. 67; Ralph Lee Woodward, Rafael Carrera y la creación de la República de Guatemala, 1821-1871, 2002, pág. 449.

9138 Rafael Reyes, “Lo que es el liberalismo” en El Foro del porvenir Nº 4 (1904) págs. 120-121.

9239 “El partido liberal i el partido conservador en Centro-América” en El Cometa, San Salvador 1 de noviembre de 1880, N° 69, págs. 561-563.

9340 Conrado Hernández, “El conservadurismo mexicano en el siglo XIX” en Metapolítica Nº 22 (2002) págs. 68-69.

9441 Blake Pattridge, “La Universidad de San Carlos de Guatemala en el régimen conservador, 1839-1971: penuria, reforma y crecimiento” enMesoamérica Nº 30,1995, págs. 265-286; Virginia Garrrard Burnett, “Positivismo, liberalismo e impulso misionero: misiones protestantes en Guatemala, 1880-1920” en Mesoamérica Nº 19,1990, págs. 13-31.

9542 Rodolfo Cardenal, El poder eclesiástico en El Salvador, págs. 71-81.

9643 “El Estado ateo” en La República, San Salvador 24 de octubre de 1885, Nº 208, pág. 1.

97fn44 “Lo que conviene al país” en Ibid., San Salvador 3 de octubre de 1885, Nº 190, pág. 1.

98Fn45. “Actualidad del gobierno” en El Pabellón salvadoreño, San Salvador 10 de julio de 1886, Nº 7, pág. 1.

9946 “La libertad y la constitución” en Ibid., San Salvador, 3 de agosto de 1886, Nº 10, pág. 1.

10047 “El radicalismo” en Ibid., San Salvador 19 de junio de 1886, Nº 4, pág. 1.

10148 “Libertad, igualdad y fraternidad” en Ibid., San Salvador 11 de septiembre de 1886, Nº 15, pág. 1; “La razón de Estado” en Ibid., San Salvador 5 de junio de 1886, Nº 2, pág. 1.

10249 Hilda Sabato, “La reacción de América: la construcción de las repúblicas en el siglo XIX” en Rogier Chartier y Antonio Feros (directores), Europa, América y el mundo. Tiempos históricos, 2006, pág. 263.

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Sajid Alfredo Herrera Mena, « ¿Liberales contra conservadores? Las facciones políticas en El Salvador del siglo XIX. », Boletín AFEHC N°34, publicado el 04 febrero 2008, disponible en: http://afehc-historia-centroamericana.org/index.php?action=fi_aff&id=1836

 

Fuente:

http://afehc-historia-centroamericana.org/index.php?action=fi_aff&id=1836

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