Las cárceles: agravio a la democracia
Anarella Vélez
La práctica social según la cual una mayoría encierra, estigmatiza y desacredita a una minoría de su propia población ha generado una vasta discusión acerca de la existencia de las cárceles, de las prisiones. Estos debates han dado origen a muchas teorías sustentadas en diversas ideologías. Algunas de estas posiciones señalan que las cárceles son una pérdida económica y que por ello había que crear centros auto-sostenibles. Otras proponen su definitiva desaparición mientras se demanda una estructura social basada en la equidad. Lo cierto es que en nuestra región, desde la etapa histórica precolombina se conoció una clasificación de los delitos y sus respectivas penas. Gracias a la legislación que nos legó Nezahualcóyotl queda bastante claro que el derecho autóctono, aún con toda su severidad, operó bajo el principio de la imposición penal como pena pública, considerándola como una estricta función del Estado, contraria a la idea de la venganza privada. La penas conocidas fueron, fundamentalmente, la esclavitud, penas infamantes y corporales, destierro, confiscación de bienes, multa, destitución de función u oficio y pena de muerte. En la edad media, debido a la intervención de la iglesia, las cárceles “evolucionan” de medida preventiva para evitar la fuga, a ser considerado el establecimiento en el que se cumple la pena de pérdida de la libertad como régimen de penitencia, de ahí el nombre de “penitenciarías”. Entonces la línea divisoria entre pecado y delito aún no se aplicaba. Los hispanos impusieron esta visión en América. Las mazmorras en ese tiempo encerraban preventivamente para luego aplicar todo tipo de castigos que hoy consideramos aberrantes. De la época colonial, debido a la pluma de Fray Bartolomé de las Casas y Bernal Díaz del Castillo, conocemos descripciones muy reveladoras de los valores de esa sociedad y que daban pié a lo que por entonces se consideraban delitos. La privación de la libertad como pena aparece ya en las Leyes de Indias. La evolución de los establecimientos penales es paralelo al Derecho Penal, el cual rige la acción social contra “el delincuente” confiado al poder público y supone la superación de la práctica de la eliminación de aquellos considerados proscritos. El historiador hondureño Juan Aguilar, en su obra “Cárceles y reclusos de Honduras, 1650-1950” rememora el devenir de las instalaciones para los privados de libertad en nuestro país. En la Honduras republicana, una de las ergástulas más crueles se ubicó en la Fortaleza de Omoa, construida durante la colonia entre 1579 y 1778. Estas instalaciones funcionaron como tales hasta bien entrado el siglo XX. Durante la reforma liberal, en 1889 se construye la Penitenciaría Central, que solo lograría derribar el Mitch en 1998. Con el crecimiento de la población penitenciaria se fueron creando más centros de reclusión para aquellas/os considerados como un obstáculo para la apacible reproducción del sistema social. Basta un solo instante de reflexión para convencerse de ello. El derecho busca dosificar el empleo de la fuerza, presentándola como algo racional y socialmente necesario: las prisiones, instrumento de castigo, de escarmiento o de reinserción de los marginados y excluidos son una reacción “apropiada” de nuestra sociedad para reorientarlos al orden productivo. Es hora de preguntarnos a quiénes benefician las cárceles en Honduras. La ciudadanía ve con asombro que el encarcelamiento de nuestros coetáneos no anula el crimen. Aquí la pérdida de la libertad no castiga el delito, las cárceles son el medio institucional con el cual se violentan los principios que deberían imponer el respeto a la dignidad humana. Aquí permanece, inmutable, la práctica de custodia y tormento. El pueblo hondureño entiende que en estos tiempos, en nuestra nación, los delincuentes que generan los bienes necesarios para mantener la reproducción del sistema social que se funda en la corrupción y la impunidad no son investigados, no son castigados. Hoy, más que nunca, es evidente que se condena a aquellos que no son económicamente significativos y que constituyen los sectores históricamente desposeídos. La Granja Penal de Comayagua ha puesto sobre el escenario los problemas gravísimos que vive la sociedad hondureña. Una vez más se escucha el clamor social demandando que se ponga fin a la corrupción, la impunidad. Se demanda más educación y menos vigilancia y castigo, que salgan a la luz la justicia, equidad y paz. Fuente: http://www.tiempo.hn/index.php/anarella-velez/6139-las-carceles-agravio-a-la-democracia |